Firmas

Imagina un Estado omnívoro


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J. A. SÁEZ CALVO

Imagina por un momento una sociedad en la que el Estado, hambriento e insaciable, decide devorar cada aspecto de la vida social, económica y cultural. Una autoridad política que no solo se conforma con gestionar los servicios esenciales, sino que ansía dominarlo todo, desde las escuelas donde aprendemos hasta los juzgados que deberían protegernos del propio poder estatal.

En esta distopía tan cercana como inquietante, las políticas públicas ya no responden a criterios de eficacia ni de servicio, sino a una obsesión patológica por el control absoluto, está presente la insistente necesidad de controlar, de supervisar y dirigir hasta el mínimo detalle de la vida ciudadana.

La universidad privada, símbolo por excelencia del pensamiento libre y la iniciativa académica, se convierte en objetivo prioritario para este sistema que percibe el conocimiento independiente como una amenaza. Ya no se trata de garantizar la igualdad educativa, sino de eliminar cualquier alternativa que escape de la narrativa oficial, transformando así la educación en mera herramienta de adoctrinamiento.

Lleva ahora esta lógica al ámbito judicial. Imagina tribunales y jueces cuya legitimidad no dependa de su formación, imparcialidad, objetividad y ecuanimidad, sino de la afinidad y coincidencia ideológica con el poder central. Cada sentencia desfavorable es vista como acto de traición, y los jueces que osen discrepar se visualizan rápidamente como enemigos públicos, víctimas y objeto de campañas mediáticas destinadas al descrédito y al sometimiento. Cuando la justicia se pliega al relato oficial, deja de serlo y deriva en una extensión e instrumento de dominio. La independencia de ejercer la función jurisdiccional, un pilar fundamental de cualquier democracia, desaparece en medio de este tsunami totalizador y de obediencia institucional.

Visualiza también un mercado donde las empresas ya no compiten en igualdad de condiciones, sino que se enfrentan a un omnipresente rival: el propio Estado. En lugar de promover el emprendimiento, se penaliza el éxito; en lugar de incentivar la competencia, se subvenciona el conformismo. En este mundo al revés, el aparato público no regula: reemplaza; no facilita: bloquea; no impulsa: asfixia. Cargado de burocracia y gravado con impuestos destinados a sostener su propio crecimiento, con arbitrariedad impone trabas según el emplazamiento de las empresas, ofreciendo privilegios parciales a unas y castigos a otras. El resultado es un ecosistema gris, lento, ineficaz, dominado por monopolios públicos que no responden a necesidades reales, sino a la supervivencia del gigante burocrático.

En este escenario, incluso la sanidad, antaño orgullo nacional, deriva en un ejemplo dramático de improvisación y caos. Lo que una vez fue un sistema robusto, hoy sufre los efectos de políticas erráticas, saturación estructural y una gestión que confunde propaganda con soluciones. Cada decisión sanitaria nace del vaivén ideológico, y tanto profesionales como pacientes viven en una confusión permanente. Las protestas se multiplican, clamando por una gestión racional, transparente y efectiva. Pero la respuesta es siempre la misma: más desorganización, más relato y menos soluciones. Puede ser peor, si se perpetúa el falso dilema entre lo público y privado, como si fueran enemigos irreconciliables, cuando en realidad deberían complementarse.

Este no es un relato de ficción, es una advertencia sobre lo que sucede cuando la balanza entre lo público y lo privado pierde su equilibrio. La historia enseña repetidamente que cuando un Estado se transforma en un ser omnívoro, devorándolo todo a su paso, la sociedad pierde inevitablemente su capacidad creativa, bienestar y, en última instancia, la libertad.

Debemos preguntarnos seriamente si realmente queremos que la prosperidad, la innovación y el desarrollo dependan únicamente de los apetitos y caprichos de una autoridad política que no distingue límites, salvo la permanencia en el poder, buscando la propia supervivencia.

Resistir la tentación del control absoluto, no debe ser solo una cuestión ideológica, sino un deber cívico. El progreso colectivo y social solo se construye desde la diversidad, la iniciativa individual, la propiedad privada y el respeto escrupuloso e incondicional a las libertades fundamentales. No podemos permitir que esta visión distópica se consolide como una rutina aceptada y una nueva normalidad.