La gran fiesta cuevana comenzó a mediados del siglo XVI como un jubileo religioso en torno al que se forjó un gran zoco que se celebraba en agosto
Ambiente de feria en el Parque de Alfonso XIII o de El Recreo hacia 1915 / Portfolio fotográfico de A. Martín (Col. Enrique Fernández Bolea). |
ENRIQUE FERNÁNDEZ BOLEA* / ALMERÍA HOY / 17·11·2024
Bernabé y Lentisco, director de ‘El Minero de Almagrera’, situó los precedentes de la Feria de Cuevas entre 1654 y1656. Parece ser que, al poco de constituirse la comunidad de franciscanos en la villa, comenzaron a acudir de los pueblos vecinos y de otros más alejados numerosos peregrinos con el fin de ganar el 2 de agosto el “Santo Jubileo de la Porciúncula” cuyas funciones religiosas promovía la orden monacal. La afluencia se incrementó con el paso de los años y esta circunstancia condujo a una decisión: “[…] el Padre Guardián del convento Fr. Pedro Xuárez con acuerdo de la autoridad local permitió que en el atrio y en las calles adyacentes se establecieran algunos pequeños comercios en que el público se surtía de paños y monteras para el invierno inmediato, calzados y otras modestas prendas; de estampas de la Virgen, escapularios, rosarios, medallas y crucecitas -como era natural y propio de aquellos piadosos tiempos-; y se vendían santos de barro, turrón, peladillas y algunas más chucherías de escasísimo valor”.
Según Bernabé, el incremento de mercaderes y compradores que se daban cita en aquel mercado forzó su expansión por las calles aledañas, ocupando las del Convento y el Farol. Como la concurrencia crecía, sus límites se ampliaron hasta la plazuela del Pilar (actual plaza de la Encarnación) y la plaza principal de la villa, donde el cabildo tenía su sede. Tan llamativas concentraciones fueron vistas pronto por los tratantes de ganados como una oportunidad de negocio, y también se acercaron hasta la localidad con sus animales y mercancías esperanzados en cerrar buenas transacciones, ubicándose en las explanadas del cauce seco del río y pagos ribereños. Esa doble oferta comercial se reiterará en las ferias contemporáneas hasta bien avanzado el siglo XX.
Aquel encuentro anual de vendedores y compradores continuó ocupando las calles y plazas más céntricas. En vista del continuo incremento de unos y de otros, avivado por la ausencia de concentraciones comerciales semejantes por los alrededores, el concejo de la villa quiso ordenarlo y determinó a medidos del XVIII que los eventuales mercaderes se trasladaran hasta la espaciosa placeta del Castillo, donde se instalaron casetas de madera que favorecieron, en mejores condiciones, la exhibición y venta de sus productos. Aquel mercado llegó a convertirse por estos años en uno de los más renombrados de los reinos de Granada y de Murcia. Y así estaban las cosas cuando la Corona, dominada por el espíritu reformista de Carlos III, el rey ilustrado, decretó una real cédula el 25 de marzo de 1783 prohibiendo a “malteses, piamonteses, genoveses y otros viandantes buhoneros, extranjeros y naturales”, vender sus mercancías sin abonar las tasas impuestas al resto de los comerciantes, por el perjuicio que ello infligía a la Real Hacienda.
LA FERIA EN PELIGRO
Tal prohibición repercutió de manera muy negativa en esa cita comercial, menguando de modo alarmante el número de concurrentes. De esta evidencia se hizo eco el cabildo de la villa. El 3 de septiembre de 1785 expresó su preocupación por esta merma y expuso la necesidad de solicitar la legalización del encuentro comercial anual y de todos los participantes en el mismo. Estos desvelos municipales se transformaron en pedimento oficial en 1798, reinando ya Carlos IV. Y el 11 de enero de 1799, el Real y Supremo Consejo de Castilla determinó la concesión, mediante Real Cédula, del permiso al Concejo de Las Cuevas “para que pueda celebrar una Feria el día 2 de agosto de cada año sin exención de derechos reales y con prevención de que se tenga hasta el día 12 del propio mes en los términos que se ejecuta actualmente”. En ausencia de otra concentración de esta naturaleza en muchos kilómetros a la redonda, este privilegio supuso para la villa un incentivo de primer orden que contribuyó al aumento y estímulo de su economía, y un motivo para sobresalir en importancia y reputación entre las localidades de su entorno, asentando su consideración de centro comercial primordial en la comarca.
La autoridad municipal correspondió al privilegio mejorando la imagen que esta concentración comercial ofrecía. Decretó sustituir las casetas de madera y “zarzos de anea” fabricados a mediados del siglo XVIII por otras “más vistosas y de solidez bastante para poner a cubierto de las lluvias a los comerciantes y a los géneros que trajesen a vender”.
A punto de adoptar el definitivo acuerdo, Mariano Garríguez, administrador de Francisco de Borja Álvarez de Toledo, XII marqués de Villafranca, expuso al Concejo que su señor, y señor de la villa, ofrecía construir a sus expensas las casetas que se precisasen cada año. Se comprometía a fabricarlas en madera, con la solidez y buena apariencia que el cabildo creyese oportuno. A cambio, el noble recibiría de los mercaderes y artesanos que las ocupasen un alquiler año tras año hasta reintegrar el dinero empleado en su construcción y mantenimiento. Una vez amortizadas, el cabildo y el administrador de los Villafranca acordarían el sistema de gestión sobre las casetas que mejor conviniese a ambas partes. La propuesta fue acogida con júbilo por el Concejo que, de este modo, evitaba una inversión que habría mermado sus raquíticos fondos.
A NOVIEMBRE
Apenas habían transcurrido cinco años de la concesión del privilegio, la feria sufrió su primer cambio de fecha. Aunque el acta del cabildo celebrado el 25 de septiembre de 1805 no desvela la naturaleza de las causas, tanto el mercado semanal como la feria quedaron en suspenso hasta que no se disiparan los riesgos motivados por la declaración en algún punto cercano de una epidemia de fiebre amarilla, la enfermedad infecciosa más común en esa época.
Aquel año no hubo feria en agosto, el cabildo la trasladó a noviembre, dando principio el día 8 a fin de que coincidiese su desarrollo con la festividad del patrón San Diego de Alcalá, señalada el día 12 -y no el 13 como en la actualidad- en el santoral de entonces. Aunque la alteración del período ferial será habitual y diversa durante el último cuarto del siglo XIX, hasta la centuria siguiente no se aprovechará el día del patrón para acomodar la celebración de la feria, antesala de la definitiva ubicación que vivimos los contemporáneos desde la década de 1980.
*Enrique Fernández Bolea es cronista oficial de Cuevas del Almanzora.
Según Bernabé, el incremento de mercaderes y compradores que se daban cita en aquel mercado forzó su expansión por las calles aledañas, ocupando las del Convento y el Farol. Como la concurrencia crecía, sus límites se ampliaron hasta la plazuela del Pilar (actual plaza de la Encarnación) y la plaza principal de la villa, donde el cabildo tenía su sede. Tan llamativas concentraciones fueron vistas pronto por los tratantes de ganados como una oportunidad de negocio, y también se acercaron hasta la localidad con sus animales y mercancías esperanzados en cerrar buenas transacciones, ubicándose en las explanadas del cauce seco del río y pagos ribereños. Esa doble oferta comercial se reiterará en las ferias contemporáneas hasta bien avanzado el siglo XX.
Aquel encuentro anual de vendedores y compradores continuó ocupando las calles y plazas más céntricas. En vista del continuo incremento de unos y de otros, avivado por la ausencia de concentraciones comerciales semejantes por los alrededores, el concejo de la villa quiso ordenarlo y determinó a medidos del XVIII que los eventuales mercaderes se trasladaran hasta la espaciosa placeta del Castillo, donde se instalaron casetas de madera que favorecieron, en mejores condiciones, la exhibición y venta de sus productos. Aquel mercado llegó a convertirse por estos años en uno de los más renombrados de los reinos de Granada y de Murcia. Y así estaban las cosas cuando la Corona, dominada por el espíritu reformista de Carlos III, el rey ilustrado, decretó una real cédula el 25 de marzo de 1783 prohibiendo a “malteses, piamonteses, genoveses y otros viandantes buhoneros, extranjeros y naturales”, vender sus mercancías sin abonar las tasas impuestas al resto de los comerciantes, por el perjuicio que ello infligía a la Real Hacienda.
LA FERIA EN PELIGRO
Tal prohibición repercutió de manera muy negativa en esa cita comercial, menguando de modo alarmante el número de concurrentes. De esta evidencia se hizo eco el cabildo de la villa. El 3 de septiembre de 1785 expresó su preocupación por esta merma y expuso la necesidad de solicitar la legalización del encuentro comercial anual y de todos los participantes en el mismo. Estos desvelos municipales se transformaron en pedimento oficial en 1798, reinando ya Carlos IV. Y el 11 de enero de 1799, el Real y Supremo Consejo de Castilla determinó la concesión, mediante Real Cédula, del permiso al Concejo de Las Cuevas “para que pueda celebrar una Feria el día 2 de agosto de cada año sin exención de derechos reales y con prevención de que se tenga hasta el día 12 del propio mes en los términos que se ejecuta actualmente”. En ausencia de otra concentración de esta naturaleza en muchos kilómetros a la redonda, este privilegio supuso para la villa un incentivo de primer orden que contribuyó al aumento y estímulo de su economía, y un motivo para sobresalir en importancia y reputación entre las localidades de su entorno, asentando su consideración de centro comercial primordial en la comarca.
La autoridad municipal correspondió al privilegio mejorando la imagen que esta concentración comercial ofrecía. Decretó sustituir las casetas de madera y “zarzos de anea” fabricados a mediados del siglo XVIII por otras “más vistosas y de solidez bastante para poner a cubierto de las lluvias a los comerciantes y a los géneros que trajesen a vender”.
A punto de adoptar el definitivo acuerdo, Mariano Garríguez, administrador de Francisco de Borja Álvarez de Toledo, XII marqués de Villafranca, expuso al Concejo que su señor, y señor de la villa, ofrecía construir a sus expensas las casetas que se precisasen cada año. Se comprometía a fabricarlas en madera, con la solidez y buena apariencia que el cabildo creyese oportuno. A cambio, el noble recibiría de los mercaderes y artesanos que las ocupasen un alquiler año tras año hasta reintegrar el dinero empleado en su construcción y mantenimiento. Una vez amortizadas, el cabildo y el administrador de los Villafranca acordarían el sistema de gestión sobre las casetas que mejor conviniese a ambas partes. La propuesta fue acogida con júbilo por el Concejo que, de este modo, evitaba una inversión que habría mermado sus raquíticos fondos.
A NOVIEMBRE
Apenas habían transcurrido cinco años de la concesión del privilegio, la feria sufrió su primer cambio de fecha. Aunque el acta del cabildo celebrado el 25 de septiembre de 1805 no desvela la naturaleza de las causas, tanto el mercado semanal como la feria quedaron en suspenso hasta que no se disiparan los riesgos motivados por la declaración en algún punto cercano de una epidemia de fiebre amarilla, la enfermedad infecciosa más común en esa época.
Aquel año no hubo feria en agosto, el cabildo la trasladó a noviembre, dando principio el día 8 a fin de que coincidiese su desarrollo con la festividad del patrón San Diego de Alcalá, señalada el día 12 -y no el 13 como en la actualidad- en el santoral de entonces. Aunque la alteración del período ferial será habitual y diversa durante el último cuarto del siglo XIX, hasta la centuria siguiente no se aprovechará el día del patrón para acomodar la celebración de la feria, antesala de la definitiva ubicación que vivimos los contemporáneos desde la década de 1980.
*Enrique Fernández Bolea es cronista oficial de Cuevas del Almanzora.