Miguel Egea, elogio a un hombre sencillo


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MIGUEL ÁNGEL SÁNCHEZ

SUPONGO que a Miguel Egea (Mojácar, 1937-Mojácar, 2023) le habría gustado que los suyos le recordaran entre bromas y una contenida nostalgia. Porque Miguel era un tipo bromista y ocurrente. Algunos recordarán la atentísima carta que recibió de Pedro Sánchez agradeciéndole un generoso donativo para reconquistar el liderazgo del PSOE. Aquella carta fue leída por Miguel saboreándola ante un grupo de amigos en la Plaza Nueva. El día antes le habían hecho algunos chistes sobre un supuesto encuentro en El Parador con Pedro en disposición muy amistosa. “Pues sí que eres amigo de Sánchez…”, “no sabía yo…”, y cosas de esas. En realidad, la cita en El Parador nunca ocurrió; al menos con la intensidad que se dijo, así que Miguel le encargó a José María ‘el Churrío’ unas letras del mismísimo Sánchez, que demostrarían a los socarrones su privilegiado vínculo con el futuro presidente. Se metió la carta en el bolsillo y esperó a que los ‘chicos’ volvieran a divertirse.
Miguel Egea en 2022. (Archivo Emilio Aramburu).
Entonces se tomó tiempo, sacó el papel y lo leyó: “queridísimo amigo… cuanto te agradezco… jamás olvidaré… aquí me tienes para lo que necesites… perpetuamente tuyo, Pedro Sánchez”. Y ahí se acabaron las bromas. Desde ese día, Miguel era un íntimo de Pedro.

                         Boda de Miguel y Carmen. 1972 (Archivo Paco Lina)                      




Las relaciones con Miguel Egea eran, por lo general, alegres, con la retranca presente en la conversación. Dejando aparte las contradicciones que acompañan a cualquier ser humano, resultaba cálido, amable, sonriente, educado, dialogador, paciente; todo aquello que define a una persona de bien.

La templanza la hubo de mamar en casa, un hogar sencillo de Las Huertas, vecino de los Jódar, sexto de siete hijos paridos por Beatriz con el concurso de Miguel, marido y padre. Ella, mujer menuda, robustamente delgada, rostro afilado y sonriente. Él, tranquilo, dedicado a sus labores, los de la tierra y el corral; duro como los de entonces, con visibles callos en las manos y bien armado contra el frío de los sabañones o la impiedad del calor, que también agrieta la carne. Tres familias ‘pugnan’ entonces en Mojácar por el premio a la natalidad: los Morales, los Churríos y los Flores, con nueve criaturas cada una.

TEATRO. Segundo por la izquierda. Obra 'Mujercita mía', de Antonio Paso. 1966 (Archivo Paco Lina).




La Mojácar de la posguerra ofrecía poco a los que venían al mundo: unos cursos en la escuela que te salvaban de las garras del analfabetismo profundo y a trabajar antes de los 15. A trabajar en lo que ya conocías, porque desde que te sostenías en pie segabas hierba y llenabas los comederos de los animales. Pero afuera había otra vida. Lo contaban los que, perturbados por la incertidumbre sobre su futuro, desempolvaban la endeble maleta de lo alto del armario o de un rincón de la cuadra, y marchaban. Fueron muchos los mozos que reunían fuerzas para escapar. Mojácar pierde sin remedio población. De casi 5.000 vecinos en los años 40, cae a los 2.300 en dos siguientes décadas.

Miguel Egea en otra obra de teatro representada en el Teatro Aquelarre.
(Archivo Paco Lina).




Apenas salido de la adolescencia, mensajes de familiares, que ya habían dado el salto a Cataluña, proporcionan a Miguel esperanza, expectativas de trabajo, una relativa buena paga; otra clase de mundo del que se tenía noticia por las páginas de alguna revista o la radio, o por los comentarios de un viajero perdido que invitaban a imaginar. Entonces, Miguel se va. Imagino que sería en compañía de otros que buscaban lo mismo -cinco o seis con sus maletas en un taxi- o quizá por la ‘estación de autobuses’. A cualquier cosa se le llamaba estación de autobuses. La gente se acercaba a Cuartillas y aguardaba la llegada del coche de línea. A la intemperie, en el borde de la carretera intransitada, todo consistía en levantar la mano y que el chófer te viera. La inoportuna indisposición corporal se arreglaba allí mismo, en ‘la estación de autobuses’. Miguel solía retirarse unos metros a mear de espaldas. Estamos ante un hombre pudoroso que lucía aspecto limpio, cuidado, atento a su imagen, preocupado por el decoro a la hora de decir y hacer. Así siempre.

Debió resultarle vivificante la experiencia de la gran ciudad donde los hombres vestían con traje y sombrero y las mujeres paseaban sin cántaros en la cabeza, con el rostro destapado, ropa de vivos colores y faldas que no silenciaban las pantorrillas. Muy diferente a la Mojácar que permanecía conservada en un tiempo lento, donde las manecillas del reloj pareciesen librar batalla con un extraordinario adversario que no las dejaba avanzar.

En el servicio militar. 1957
(Archivo Paco Lina)




En 1957 le llaman a filas y lo mandan a Sidi Ifni, coincidiendo con uno de los episodios entre España y Marruecos que no por olvidado fue menos tenso. Miedo, ratas, calor, más calor, toques de generala y el estremecedor sonido de las descargas de fusilería. A Miguel le escucharon decir que no guardaba el mejor recuerdo de la mili.

Cuando lo licencian, convencido de que en Mojácar el reloj proseguía resignadamente lento, arrea para Lyon. Transporta materiales de construcción.

Con Carmen, su esposa. Año 2016. (Archivo Paco Lina).




Va de aquí para allá por las carreteras del sur de Francia cuando recibe las primeras noticias sobre los interesantes movimientos que se están produciendo en una Mojácar deprimida, despoblada, de color marrón abandonado; escombros en unos casos, casi ruina en otros. Pero sabe que el alcalde Jacinto tiene planes y le están saliendo. Ha conseguido un Parador de Turismo y Juan García ha vuelto de Francia. Tuvo un feo accidente que se saldó con una pierna tullida y una paga permanente.

De repente, en su pueblo se aprecia una graciosa actividad, un reverdecimiento. Al principio leve, grácil. García con su hermano Frasquito y con ‘los Churríos’ Francisco y Ginés, trajina con ‘la Cocasa’, una primera empresa que crece al abrigo de la reconstrucción. Pero, detengámonos un momento. Conviene detallar un poco, aunque sea con trazo grueso.

El muy famoso futurólogo Rafael Lafuente, nacido -dicen- en Serón, extravagante, de aspecto menudo, vistosa calva que acompaña -de orejas hacia abajo- con una llamativa melena blanca que le llega a los hombros, está prendado de Mojácar, entusiasmado con esta perla mediterránea estropeada, y organiza los primeros viajes turísticos desde una agencia que posee en Málaga. Es el despegue, ya nada será lo mismo. La rutina de un pueblo lánguido se desvanece a la velocidad de la espuma de la cerveza.

En el nuevo campo de fútbol Ciudad de Mojácar (Archivo Paco Lina).




Se necesitan albañiles, pintores, fontaneros, transportistas. Los dos carpinteros del pueblo, Antonio Flores y José María Pérez, están desbordados cuando Miguel Egea abandona Lyon y regresa a Mojácar. Se agencia un pequeño camión y también le crecen los encargos. Acuerda con otros la provisión de materiales. La reconstrucción necesita arena del río, pero también ladrillos y azulejos que Miguel trae de Alicante. No hay dumper, esta máquina no ha sido inventada aún, así que ‘El Foro’ llega desde Garrucha con su recua de burros para aprovisionar de cemento, vigas, ladrillos y bovedillas las nuevas obras. No hay calle estrecha que le impida servir a domicilio. Se aprovecha lo aprovechable y lo demás se arroja al recortado de Los Silos.

Junto al alcalde Jacinto y al eminente astrólogo Lafuente, aparece providencialmente Antonio Flores, un cuñado de Juan García que ha vuelto de Estados Unidos y entiende de terrenos, traspasos y mediaciones. Se asocia con Paco Alarcón, el panadero, y el asunto inmobiliario empieza a rodar. Mojácar parece haber encontrado en el turismo una mina rica, un filón extraordinario, un milagroso bálsamo que redime la pobreza del pasado. Los mojaqueros espabilan, nadie quiere más años negros.

La hostelería se acomoda a la velocidad de la construcción. Francisco y Lina ‘la Fragüera’ reconvierten en hostal su pequeña pensión y la bautizan con el nombre de Indalo. Se inauguran el Rincón de Diego, el Papagayo y Mi Cortijo, que se asienta sobre parte del viejo teatro Aquelarre. En la playa, las ventas de los Dionisios, de Pepe o la del Tío Eddy refuerzan la cocina y el servicio. Las paellas de la tía Rosa de El Puntazo son exquisito manjar y todos quieren una en su mesa. A un lado y otro de El Puntazo, Frasquito y Pedro, hermanos de Rosa, alzan El Flamenco y el Virgen del Mar. Después vendrían el Hotel Mojácar del precipitado arquitecto Roberto Puig, el Hotel Indalo en la playa y el Moresco en la cuesta de La Fuente. ¿Qué ha pasado aquí para que el mundo adquiera el tono blanco Mojácar…?

Carmen recibiendo una camiseta y una placa conmemorando a Miguel.




Nuevas gentes que visten bien y hablan los idiomas de la tierra pasean encantados por calles que aún no se han pavimentado. Unos son embajadores de naciones remotas, otros, miembros de la nobleza con verdaderas fortunas. Han acudido a los reclamos que el alcalde Jacinto hace en el ABC. ¡Hasta el NO-DO se ha girado para mirar a Mojácar! William Napier, los Frasier, Paul Beckett o Enrique Arias han encontrado el paraíso y compran. Tico Medina, un titán de la prensa rosa, le describe a España el fenómeno Mojácar y las fiestas de su jet society.

En los 80 se termina un macro hotel de apartamentos, tipo pueblo -Pueblo Indalo-, que lo levantan unos gallarderos del remoto Cortijo Suesa que se hacen llamar ‘los Pegotes’: un padre y cuatro zagales que podían reventar la maza antes que tomar un descanso. Se les conocía porque en los sesenta habían hecho la terraza del cine de verano por encargo de un tal señor Poves, que era el dueño.

Miguel Egea asiste en primera línea al gran espectáculo que es “la transición de la Mojácar de las caras tapadas” (Clemente Flores dixit). Y participa. Es también el emprendedor que tiene hambre de mejor vida. Como los demás, sabe lo que pesa un bolsillo sin reales. Pero la mejoría no le cambia su hermosa humanidad. Se mantiene entrañable, sensible a la amistad, devoto de la lealtad, inalterablemente joven de piel hacia adentro. Le agrada arrimarse y departir con esos jóvenes mojaqueros, bromea con ellos, escucha lo que dicen, no rectifica ni riñe sus insolencias; participa. No es un tímido, pero tampoco un temerario. No inquieta, no pugna, no es gallo, pero tampoco deja que le arranquen el plumaje. Maneja la broma y sus límites; la hace bien y la encaja bien. Los amigos le insisten tanto que un día de los tempranos sesenta aparece en el escenario del teatro Aquelarre en un papel secundario. Le colocan una peluca de canas para interpretar al provecto Amable Salsoso en ‘Mujercitas mías’. “Cuando lo veías te tenías que reír. Era rígido, con poca habilidad para la interpretación, el mismo tono de voz para todo, pero era Miguel y acababas a carcajadas”.

Club Deportivo Mojácar campeón de liga en la temporada 1985/1986. Arriba, de izquierda a derecha: Pedro Ruiz (entrenador), Paco, Carrillo, Nájar III, Javi, Cayetano, Perellón, Padilla, Cheyén, Aldo (secretario técnico) y J. Ruiz (delegado). Abajo: Miguel Egea (presidente), Nájar I, Memé, Juan, Nájar II, Conejo, Luis y Casquet (Archivo Paco Lina).



En la madurez aceptó ser el presidente de Cruz Roja y, antes, hizo historia en un Club Deportivo Mojácar que se extinguía. Con él el equipo resurge y vive sus días más gloriosos: llega a la Tercera División. El recuerdo del hombre cálido, amable, sonriente, educado, dialogador y paciente perdura en los jugadores. El pasado 10 de agosto se volvieron a vestir de corto para significar el primer aniversario de su muerte.

Los veteranos del CD Mojácar el pasado 10 de agosto.




Mojácar, como cada pueblo, posee su propio universo, un firmamento. Sus habitantes son las estrellas; el cuerpo celeste que fulgura haciendo chispear la vida, las épocas, la historia. La pureza de sus brillos es proporcional a sus maneras de ser. Miguel Egea vivió hasta los 86 años sin que su luz intensa molestara a nadie, porque era un hombre sencillo; un buen tipo extraordinario y campechano; una estrella bienvenida, un lucero que apartaba sombras; un soplo de sensatez para un pueblo que llegó a olvidar el valor de la convivencia. Eso a Miguel le dolía; le dolía Mojácar como a su tocayo Unamuno le dolía España: "Me ahogo, me ahogo, me ahogo en este albañal y me duele España en el cogollo del corazón".

Miguel 'Ee Lechuguero' y Antonio 'el Gigi'.


En aquellos tiempos, aún cercanos y vivos en la memoria, Miguel representaba la bonanza, la suavidad, la confianza; la figura que gozaba de autoridad porque su lúcido juicio, sus dulces maneras y su infinita sonrisa inspiraban respeto.

Antes de que el Alzheimer le destrozara sin piedad el alma, el yo, la consciencia de ser quien era y la cualidad de reconocer todo aquello que amaba, podríamos asegurar que tuvo una existencia equilibrada y serena.

Montaigne, haciendo balance de su vida, escribió que “todo el mundo hace, sin saberlo, que subsista alguna cosa de sí mismo”. Mando un sentido abrazo a Carmen, su viuda.

*Por encargo de Antonio ‘El Gigi’, que me sometió a una implacable persecución para que elaborara un merecido panegírico a Miguel Egea, que lo tuve también entre mis amistades.