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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL
Como la idiotez es un virus altamente contagioso, que aqueja especialmente al mundo occidental, la nueva presidenta de México ha recogido el testigo del anterior presidente progresista de dicho país que, a pesar de apellidarse López Obrador en lugar de Huitzilopochtli (que muy apropiadamente significa “Colibri zurdo”), vive atormentado por lo que sus antepasados asturianos hicieron al verdadero pueblo mexicano.
Este oprobio secular ha sido trasmitido a la nueva presidente mexicana, cuyo apellido, Sheinbaum al menos, es sin duda de raíz inequívocamente azteca, heredera del verdadero pueblo mexicano, casi extinguido por las tropas de Hernán Cortés y de Felipe VI.
Es curioso y algo contradictorio que los verdaderos mexicanos contemporáneos, especialmente los que conservan intacta su pureza de sangre, no solo no tengan los privilegios que merecerían por su antigua estirpe, sino que, paradójicamente, tanto en su poder político como en su renta se acercan poco a la de los blanquitos, que siguen llorando por ellos quinientos años después.
Incluso en España la historia imperial de los hechos, de forma pendular, cuando íbamos todos por el imperio hacia Dios, también se falseaba en sentido contrario. México fue conquistado, se nos decía a los escolares de entonces, en un periquete, por Hernán Cortes, cuatrocientos soldados y una novia indígena, que traicionó al verdadero pueblo mexicano.
Los aztecas, que eran una especie de nazis de la época, son recordados hoy en el nuevo relato de la historia como el auténtico pueblo mexicano.
Porque la toma de poder y el final del imperio Azteca difícilmente hubiera sido posible sin el concurso de las alianza con los pueblos, mexicanos también, pero de segunda división y que deben ser escondidos en el relato.
La falta de proteína animal obligaba a los aztecas, ese pueblo benevolente y pacífico, especialmente en periodos de sequías y hambrunas, a entablar guerras rituales – “guerras floridas”-, en los que el pierde-paga de las mismas era la ofrenda a los dioses de turno, del corazón de los perdedores, siempre adjetivado como “palpitante”. Eso si que era un deporte emocionante.
El resto de la pieza se supone que no se desperdiciaba y así se inventaron los asadores donostiarras.
Todo esto está contado, en un lenguaje precioso y perdido, por los protagonistas. Léase, quien tenga tiempo, la “Historia verdadera de la conquista de la Nueva España” de Bernal Díez del Castillo.
Pero las mentiras de ayer son sustituidas por mentiras de hoy. Así, no hablamos, por ejemplo, de los tres mil asesinatos anuales de mujeres.
Eso dice “EL PAIS” al menos. Que nunca miente.
Ya estamos nosotros tardando en expulsar al embajador de Italia por lo de Numancia.
Algunos todavía nos acordamos y nos duele más, si tal fuera posible, que lo que le hacen a Begoña. Y ellos no han pedido perdón. A
Este oprobio secular ha sido trasmitido a la nueva presidente mexicana, cuyo apellido, Sheinbaum al menos, es sin duda de raíz inequívocamente azteca, heredera del verdadero pueblo mexicano, casi extinguido por las tropas de Hernán Cortés y de Felipe VI.
Es curioso y algo contradictorio que los verdaderos mexicanos contemporáneos, especialmente los que conservan intacta su pureza de sangre, no solo no tengan los privilegios que merecerían por su antigua estirpe, sino que, paradójicamente, tanto en su poder político como en su renta se acercan poco a la de los blanquitos, que siguen llorando por ellos quinientos años después.
Incluso en España la historia imperial de los hechos, de forma pendular, cuando íbamos todos por el imperio hacia Dios, también se falseaba en sentido contrario. México fue conquistado, se nos decía a los escolares de entonces, en un periquete, por Hernán Cortes, cuatrocientos soldados y una novia indígena, que traicionó al verdadero pueblo mexicano.
Los aztecas, que eran una especie de nazis de la época, son recordados hoy en el nuevo relato de la historia como el auténtico pueblo mexicano.
Porque la toma de poder y el final del imperio Azteca difícilmente hubiera sido posible sin el concurso de las alianza con los pueblos, mexicanos también, pero de segunda división y que deben ser escondidos en el relato.
La falta de proteína animal obligaba a los aztecas, ese pueblo benevolente y pacífico, especialmente en periodos de sequías y hambrunas, a entablar guerras rituales – “guerras floridas”-, en los que el pierde-paga de las mismas era la ofrenda a los dioses de turno, del corazón de los perdedores, siempre adjetivado como “palpitante”. Eso si que era un deporte emocionante.
El resto de la pieza se supone que no se desperdiciaba y así se inventaron los asadores donostiarras.
Todo esto está contado, en un lenguaje precioso y perdido, por los protagonistas. Léase, quien tenga tiempo, la “Historia verdadera de la conquista de la Nueva España” de Bernal Díez del Castillo.
Pero las mentiras de ayer son sustituidas por mentiras de hoy. Así, no hablamos, por ejemplo, de los tres mil asesinatos anuales de mujeres.
Eso dice “EL PAIS” al menos. Que nunca miente.
Ya estamos nosotros tardando en expulsar al embajador de Italia por lo de Numancia.
Algunos todavía nos acordamos y nos duele más, si tal fuera posible, que lo que le hacen a Begoña. Y ellos no han pedido perdón. A