Las plagas de Garrucha


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SAVONAROLA

Cuenta el Libro cómo Dios infligió a los ciudadanos del reino de Egipto una serie de calamidades con el fin de que el Faraón dejara libre al pueblo de Jehovah y les permitiera salir del país.

El Todopoderoso envió a la corte a Moisés y Aarón con una misión: Ordenar la liberación de todos los hebreos esclavizados, mas el rey de los egipcios se negó a obedecer los designios del Señor, provocando la furia del Altísimo.

Y Moisés, hermanos, cumpliendo el mandato divino, levantó su bastón y golpeó las aguas del Nilo a la vista del Faraón y de todos sus servidores. Y toda el agua se convirtió en sangre.

Acto seguido, Aarón extendió su mano sobre el gran río de Egipto, y las ranas subieron hasta cubrir el país. Y quedaron muertas en las casas, en los patios y en los campos.

Volvió a estirar el brazo golpeando con su vara el polvo del suelo, trocándolo en nubes de mosquitos que se lanzaron contra la gente y los animales a lo largo de todo el país.

Así lo hizo el Señor, y una gran cantidad de tábanos se precipitó sobre el palacio del Faraón y sobre las casas de sus servidores; y todo el territorio de Egipto fue devastado por los tábanos Y al día siguiente murió todo el ganado de Egipto, porque así lo quiso el Padre. A los israelitas, en cambio, no les pereció ni un solo animal.

Los legados de Dios recogieron el hollín y lo arrojaron hacia el cielo en presencia del Faraón, y tanto los hombres como los animales se cubrieron de úlceras.

Moisés levantó su bastón y el Señor envió truenos y granizo. Cayeron rayos sobre la tierra, y el Sumo Hacedor descargó su furia sobre Egipto vestida de piedras heladas. El granizo y el fuego se precipitaron con tal violencia, que nunca hubo nada semejante desde el orto de los tiempos.

Y el Señor envió sobre el país el viento del este, que sopló todo aquel día y toda la noche. Cuando llegó la mañana, la galerna ya había acarreado una epidemia de langostas que invadieron toda la nación y se abatieron sobre el territorio de Egipto en una cantidad tal, que nunca se había visto una invasión semejante, y nunca más volvería a verse.

Moisés extendió su mano hacia el cielo, y una profunda oscuridad cubrió todo el territorio durante tres días. Durante ese tiempo estuvieron sin verse unos a otros, sin que nadie pudiera moverse de su sitio. Pero en las viviendas de los israelitas había luz.

A medianoche, el Señor exterminó a todos los primogénitos de Egipto, desde el primer hijo del Faraón –el que debía sucederle en el trono– hasta el del que estaba preso en la cárcel, y a todos los primogénitos del ganado. El Faraón se levantó aquella noche lo mismo que todos sus servidores y todos los egipcios, y en Egipto resonó un alarido inmenso, porque no había ninguna casa donde no hubiera un muerto y mucho dolor.

Diez plagas, caros míos, envió nuestro Dios a los egipcios en el albur de los tiempos hasta dejar asolado su país por no obedecer los designios del Padre, como mandan los principios de todo buen gobierno.

Y este monje, más por viejo que por fraile, ha visto muchas más calamidades esparcidas en distintos rincones de este mundo hasta hogaño. Y, voto a bríos que muy mal repartidos. Más os diré: Suelen concentrarse en lugares puntuales.

Pongamos que hablo de Garrucha, hijos míos. Fue después del Faraón –el último alcalde grato a los ojos del Padre- que torció hacia las tinieblas la gobernanza de la Villa nacida del mar.

A desemejanza de Egipto, mis más dilectos discípulos, aquí no intervino la ira de Dios. Las plagas llegaron de la mano del hombre. Nadie convirtió el agua en sangre, ni llovieron ranas. Tampoco hubo úlceras, mosquitos, tábanos o langostas. No cayó granizo del cielo ni murieron animales. Tampoco feneció ningún primogénito.

Empero la a todas luces incapacidad de sus corregidores ha dejado enfermo el erario, con unas cuentas más rojas que Negrín y una línea descendente apuntando ya tan bajo que tocando está las puertas del averno.

Porque el aparcamiento subterráneo, por ejemplo, desprende tanto calor en verano que bien pudiera ser, hermanos míos, un ático del mismísimo infierno. Y más, ¿ha explicado alguien por qué una obra presupuestada en 4,6 millones de euros acabó costando más de 10?

¿Y la plaza Pedro Gea? Convertida en imperio del fuego, ni el mismísimo Belcebú se atreve a pisarla de día. Antes prefiere el frescor del infierno que asomar los cuernos a ese lugar asolado.

Habrá quien defienda, amados míos, que el progreso y la modernidad son ‘asín’. Mas este anciano dominico no acepta ‘innovación’ como sinónimo de ‘ruina’. Porque el despilfarro lleva a la bancarrota, y eso, más que moderno, paréceme atroz.

Otros, en cambio, ni son ni fueron nada. ¿Dó está su legado? ¿dó la gobernanza? ¿dó la diligencia en la gestión de lo común? ¿por qué anteponer lo postrero so lo más urgente? Aún quedan sin resolver cruces que provocan muertes, y no hay dinero para salvar las vidas que han de perderse porque algunos prodigaron el dinero que había -y el que no- en plazas y aparcamientos vacíos.

Si bien, hermanos míos, todas las plagas son pocas para quienes viven del dinero magro, pero fácil, tirado a manos llenas desde el balcón del Ayuntamiento como si se avecinara el fin de los mundos, que hasta siete de cada diez euros que deben entrar a las arcas –no todos llegan- salen transformados en nóminas de empleados. ¿Hay corazón y bolsillo que lo sostenga?

Garrucha perdió su Faraón, el que hizo las últimas obras que convirtieron a la Villa en perla del Mediterráneo; en un pequeño San Sebastián del Mare Nostrum. La figura de don Adolfo será irrepetible, pero este anciano monje pide a Dios que envíe un Moisés. Ahora está Pedro Zamora. Veremos si está a la altura.

En tanto, vale.