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ADOLFO PÉREZ
Un reciente artículo mío publicado en este medio decía que la Revolución francesa (1789 – 1799) es uno de los capítulos más importantes de la historia moderna, la cual significó la caída violenta del Antiguo Régimen (monarquía absoluta). Después de los años convulsos vividos entre 1789 y 1796 la nación estaba cansada, incluso de las victorias militares en las que brilló el joven militar Napoleón Bonaparte (NB). Frente a la cara luminosa de aquel acontecimiento revolucionario se alzaba la cara sombría de la orgía de sangre que tuvo lugar en la etapa del Terror (1792 -1796), donde la guillotina hizo estragos. Es difícil, casi imposible, encontrar en el pasado universal unos años en los que surgiera todo lo que aquellas personas llevaban dentro: la valentía y el miedo, la generosidad y la vileza, la avaricia y el derroche, lo auténtico y lo falso, la crueldad y la dulzura. En definitiva, fue una época que no sólo cambió a Francia sino al mundo.
Al Gobierno de la Convención Nacional, que concentró los poderes ejecutivo y legislativo entre 1792 y 1795, con delegación en el Comité de Salvación Pública (años del gobierno del Terror), le sucedieron los gobiernos del Directorio (1795 – 1799) y el Consulado, los cuales practicaron una política moderada, lejos del terror aplicado por los radicales jacobinos. La acaudalada burguesía, cuyo poder iba en aumento, estaba harta de las discordias políticas. Sentía tanta hostilidad a la realeza como al jacobinismo (partido radical). A la primera por miedo a que volviera y exigiera la devolución de sus bienes confiscados y a los segundos porque le recordaba los años de terror.
La situación de desorden interior y la incertidumbre en el exterior supuso que la opinión pública deseara la firmeza de un pacificador que acabara con tal estado de cosas, razón por la que el Gobierno del Directorio fue derrocado por el ejército en 1799, el cual instauró el Gobierno del Consulado del que fue elegido Napoleón primer cónsul de los tres que lo formaban. De modo que la Revolución había terminado, consolidada en sus principios, en provecho de un poder personal favorecido por el cansancio general. Terminar la Revolución, de ningún modo era repudiarla, pues cristalizaría en la obra del Consulado, que cuatro años más tarde originó el Imperio napoleónico.
Napoleón, el más formidable y poderoso forjador de la Europa moderna, su figura emergía incontenible y avasalladora en la Francia que salía de la Revolución. Nacido el 15 de agosto de 1769 en Ajaccio (isla de Córcega), pertenecía a la pequeña nobleza, sus padres, Carlos Bonaparte y María Luisa Ramolino, adictos al nuevo régimen cuando la isla pasó a ser francesa, obtuvieron bolsas de estudio para sus hijos José y Napoleón. Éste estudió en un colegio y en la escuela militar de París, optando después por el arma de artillería de la que fue un gran estudioso; además era un apasionado de las matemáticas, la geografía y la historia antigua, lector de Rousseau. Estaba muy orgulloso de su pobreza; con la modesta paga de teniente ayudó a sus siete hermanos.
Acogió con alegría la Revolución y en 1791 regresó a Córcega donde se mezcló en las luchas políticas locales, pero por discrepancias con el jefe político, sublevado contra Francia, la familia Bonaparte se marchó a suelo francés del que Napoleón se hizo un buen patriota. En la defensa de Tolón, atacado por los ingleses, estuvo al mando de la artillería, lo que le valió el ascenso a comandante. Y tras la toma de la ciudad en diciembre de 1793 ascendió a general de brigada cuando tenía veinticuatro años. A la caída de Robespierre fue hecho prisionero durante unos días acusado de ser partidario del dictador. Ya en libertad se paseaba por París, resentido e irritado, cuando su amistad con Barras, uno de los prohombres de la Revolución, lo puso al frente de las tropas para reprimir un complot realista. Enseguida, marzo de 1796, a pesar de la oposición de su madre, se casó con la viuda Josefina de Beauharnais. Sin embargo, el matrimonio no tuvo un buen final, pues convencido Napoleón que con Josefina no iba a tener un heredero a pesar de que ella tenía hijos, le solicitó el divorcio cuando supo que era padre de un hijo ilegítimo y se casó con la archiduquesa María Luisa de Austria, que dio a luz a Napoleón II, que lo heredó durante unos días.
Y con la campaña de Italia le llegó la aventura y la gloria, allí se apoderó del norte del país y en 1798 comandó una expedición a Egipto contra los ingleses a los que venció en tierra, pero su flota fue vencida. De regreso a Francia dio un golpe de Estado acabando con el Directorio (09.11.1799), que sustituyó por el Consulado, siendo él nombrado primer cónsul y más tarde cónsul vitalicio.
La personalidad de NB consistía sobre todo en su gran capacidad para el trabajo y en sus facultades para la asimilación, la improvisación y la organización. Buen conductor de hombres, su personalidad era tan extraordinaria que pudo ser a la vez querido y odiado profundamente. Asimismo, era un romántico que creía en su buena estrella, dominado por el culto del Yo. Llegó a decir: “Yo no soy un hombre, soy un personaje histórico”. “Estoy llamado a cambiar la faz del mundo”. En sus dos años de primer cónsul se libró de una conjura realista y llevó a cabo la pacificación religiosa con la firma, en 1801, de un concordato con el papa Pío VII. En esos dos años transformó su poder personal hasta ser investido cónsul vitalicio, camino ya de la monarquía hereditaria. Promulgó el Código Civil, columna básica del régimen salido de la Revolución. Se afanó en reformar la magistratura y la administración pública, con la burguesía de armazón básico de la sociedad, garantizando al mismo tiempo a los campesinos el no retorno al feudalismo.
El 18 de mayo de 1804 el Senado francés declaró que “el gobierno de la República ha sido confiado a un Emperador” y que “Napoleón I es el emperador hereditario de los franceses”. Aunque nominalmente la República seguía en pie, Francia era considerada como un imperio regido por una monarquía militar hereditaria (algo paradójico, carente de sentido), siendo el emperador el representante de la nación. El nuevo césar, NB, adoptó como emblema el águila romana con las abejas de oro de los merovingios (dinastía germánica que gobernó Francia, Bélgica y parte de Alemania durante 300 años, a partir de mediados del siglo V). Y el papa Pío VII, deseoso de fortalecer la paz y las buenas relaciones, aceptó ir a París para consagrar a Napoleón en la iglesia de Notre – Dame (02.12.1804).
Finalizado el rito de la consagración, bruscamente Napoleón tomó la corona y el mismo se coronó y coronó a la emperatriz Josefina. Después de irse el papa prestó juramento a la libertad y a la igualdad: era la República coronada. Al año siguiente Napoleón era coronado en Milán rey de Italia con la antigua corona de hierro de los lombardos. A sus hermanos José, Luis y Jerónimo los hizo reyes de España, Holanda y Westfalia, respectivamente.
Pero si el Consulado había nacido para restablecer la paz, el Imperio nació para la reanudación de la guerra. Napoleón, jefe militar ante todo, quiso mantener la obra revolucionaria y extenderla por Europa, aunque para las cortes europeas era un usurpador y un advenedizo para las dinastías reales. Mientras para unos se trataba de un conquistador de Europa, para otros buscaba la paz continental. Los instrumentos principales de su política eran la diplomacia y el ejército. Dirigía en persona la política, que ejecutaban sus ayudantes, siendo Talleyrand su gran ministro de asuntos exteriores, hombre de cerebro sutil y alma corrompida, de una personalidad poco comprensible.
Pero fue el ejército el que en los campos de batalla le colmó de gloria hasta 1807 en que derrotó uno tras otro a sus adversarios. Un ejército mandado por NB, genio de la estrategia, idolatrado por sus tropas. A partir del golpe de Estado de 1799 en que derrocó el Directorio y se convirtió en primer cónsul, comenzaron las llamadas guerras napoleónicas de Francia y sus aliados contra Inglaterra, Austria, Prusia, Portugal, Rusia y aliados, las cuales duraron hasta 1815. A lo largo de los años las potencias enfrentadas a Napoleón formaron sucesivas coaliciones, hasta siete. Estas guerras nacieron por la inquietud que les produjo a las monarquías europeas el estallido de la Revolución francesa y la intención de extender sus principios por Europa, así como la muerte del guillotinado Luis XVI, más el miedo de que se rompiera el equilibrio continental a causa a la expansión del emperador, que aspiraba a convertir a Francia en primera potencia, lo que supuso que Europa, instigada por Inglaterra, no se resignara a la expansión napoleónica, de ahí la guerra permanente entre NB y las potencias europeas. En realidad las guerras napoleónicas propiamente dichas dieron comienzo en 1803, las cuales agitaron el mandato de NB. Fue tal el número de las mismas que se hace preciso un resumen somero de las más importantes por orden cronológico.
La gran victoria obtenida por NB en la batalla de Austerlitz (república checa, 02.12.1805), enfrentó al imperio francés con los imperios austriaco y ruso, aliados con Inglaterra, Italia y Suecia. La derrota rompió la tercera coalición europea y se firmó la paz con los austriacos. Meses después, el 14 de octubre de 1806, el emperador, al mando de su ejército, derrotó a los prusianos en la batalla de Jena (Turingia, Alemania), los cuales se quedaron fuera de estas guerras hasta 1813. Gran victoria suya fue también la batalla de Friedland (Rusia,14.06.1807), en la que se enfrentaron franceses y rusos, la cual puso fin a las hostilidades entre ambos, y acabó con la cuarta coalición. Asimismo, NB puso sus ojos en la península ibérica, pues cuando pasó por España para someter a Portugal, aliada de Inglaterra, aprovechó para invadir España (1808) y con engaño consiguió que el rey Fernando VII acudiera a Valençay (Francia) para entrevistarse con él, y allí lo confinó hasta el final de la guerra (1814). Entonces puso a su hermano José en el trono español (1808) hasta que en 1813 el rey intruso salió huyendo a raíz de que su hermano Napoleón perdiera la Guerra de la Independencia (1808 – 1814). Huyó cargado de joyas y obras de arte de la corona española. En la temeraria invasión de Rusia que el emperador llevó a cabo entre los días 16 y 18 de agosto de 1812 tuvo lugar la gran batalla de Smolensk (ciudad de la Rusia occidental) en la que la Grande Armée francesa mandada por el propio Napoleón se enfrentó al ejército ruso, que si bien NB tomó la ciudad, el ejército ruso se retiró con éxito y pocas pérdidas. Días después, el 7 de septiembre tuvo lugar la batalla de Borodino, junto al río Moscova, la mayor y más sangrienta de las guerras napoleónicas en la que se enfrentaron alrededor de doscientos cincuenta mil hombres. Durante el desarrollo de la batalla el emperador padecía fiebre. La retirada de los rusos decidió a NB a marchar sobre Moscú y le ofreció al zar Alejandro un acuerdo que éste no atendió. Sin embargo, el pueblo ruso se lanzó contra los franceses, que hizo a Napoleón retirarse (finales de octubre), pero ya era tarde pues un invierno prematuro hizo estragos en la tropa, que hubo de sufrir toda suerte de calamidades: frío, hambre, sed, caminos embarrados y ser hostigada por la guerrilla rusa. Un ejército agotado por el dolor y el sufrimiento, abatido y sin haber luchado. Igual le sucedió a las tropas de Hitler cuando atacaron a Rusia en la Segunda Guerra Mundial.
Apenas terminada la campaña de Rusia, ya se disponía la de Alemania, que incitada por Prusia y la alianza con los rusos, se aprestaron a terminar con el imperio napoleónico. Sin embargo, el nuevo ejército francés no tardó en derrotar a rusos y prusianos en Lützen y Bautzen (ciudades de Alemania, mayo de 1813). A la alianza se unió Austria, de modo que esta sexta alianza formó un ejército de 500.000 hombres que se enfrentó a Napoleón al que derrotó en la batalla de Leipzig, también llamada de las Naciones (16 a 19 de octubre de 1813), la batalla más importante perdida por Napoleón. El balance de 1813 fue desastroso para él, año en que perdió Alemania, España y Holanda, más Italia que se le desmoronaba. Y ya el último partido hubo de jugarse en suelo francés. A partir del 1º de enero de 1814 los aliados invadieron Francia con un ejército de 500.000 hombres contra los 70.000 del emperador, que después de pequeñas e inútiles batallas hubo de retroceder a Reims con su causa ya perdida, pero él, contumaz, siguió hasta la definitiva batalla de París el 30 de marzo, fecha de la capitulación, que al emperador le cogió en Fontainebleau, donde fue aclamado por sus soldados y abandonado por sus mariscales.
El 6 de abril tuvo lugar la abdicación incondicional del emperador, que conservó el título, una pensión anual de dos millones de francos, la soberanía de la isla de Elba (situada entre Córcega e Italia) donde fue confinado y una escolta de 900 hombres. El mismo día de la abdicación el Senado proclamó rey de Francia a Luis XVIII, sobrino de Luis XVI. En pocos meses la restaurada monarquía se echó a perder a causa de sus torpezas, las cuales facilitaron el camino a NB para su retorno. Luis XVIII se intituló “rey por la gracia de Dios”, negando así la soberanía del pueblo, como si no hubiera existido la Revolución. Tanta torpeza irritó a la opinión pública, que resucitó el odio al clero y a la aristocracia, de manera que Napoleón recuperó la popularidad, mientras crecía el temor entre la nobleza. En tal ambiente surgió un clima burgués y liberal, militar y patriota, campesino y popular; todo un caldo de cultivo para el retorno de NB, que con sus 900 veteranos y sus tres fieles generales, el 1º de marzo 1815 desembarcó en Francia y por Grenoble se lanzó camino de París con su vibrante proclama: “la victoria marchará a paso de carga; el águila, con los colores nacionales, volará de campanario en campanario hasta las torre de Notre – Dame”. El 20 de marzo el emperador ya durmió en el palacio de las Tullerías, de donde todos huyeron atemorizados, mientras que el rey, sin miedo alguno, tomó el camino de Gante.
Pero la gloria duró sólo cien días, pues los aliados, olvidando sus discordias, resucitaron su alianza en el Congreso de Viena. Su ejército marchó contra Napoleón y en cuatro días (15 – 18 de junio) pusieron fin a la aventura napoleónica en la batalla de Waterloo (actual Bélgica). La capitulación final se firmó el 3 de julio y el 8 volvió a París el rey Luis XVIII amparado por el ejército inglés. El emperador se entregó a los británicos y el 15 de octubre era confinado hasta su muerte en la isla de Santa Elena (océano Atlántico). Allí permaneció casi seis años, hasta el 5 de mayo de 1821 en que con 51 años “escoltado por los vientos, la lluvia y el sordo rumor del oleaje, Bonaparte rindió al Creador el más potente soplo de vida que jamás haya animado al barro humano”. Así describe su muerte el historiador francés Emmanuel Las Cases en su obra “Memorial en Santa Helena”. Desde 1840 sus restos reposan en París, en la iglesia del Domo del complejo palaciego de Los Inválidos. Durante el funeral de Estado sonó el solemne “Réquiem” de Mozart.
Ni que decir tiene las amplias derivaciones que tuvieron en Europa y América la Revolución francesa y el Imperio napoleónico en las vertientes: políticas, sociales, económicas y religiosas.
Al Gobierno de la Convención Nacional, que concentró los poderes ejecutivo y legislativo entre 1792 y 1795, con delegación en el Comité de Salvación Pública (años del gobierno del Terror), le sucedieron los gobiernos del Directorio (1795 – 1799) y el Consulado, los cuales practicaron una política moderada, lejos del terror aplicado por los radicales jacobinos. La acaudalada burguesía, cuyo poder iba en aumento, estaba harta de las discordias políticas. Sentía tanta hostilidad a la realeza como al jacobinismo (partido radical). A la primera por miedo a que volviera y exigiera la devolución de sus bienes confiscados y a los segundos porque le recordaba los años de terror.
La situación de desorden interior y la incertidumbre en el exterior supuso que la opinión pública deseara la firmeza de un pacificador que acabara con tal estado de cosas, razón por la que el Gobierno del Directorio fue derrocado por el ejército en 1799, el cual instauró el Gobierno del Consulado del que fue elegido Napoleón primer cónsul de los tres que lo formaban. De modo que la Revolución había terminado, consolidada en sus principios, en provecho de un poder personal favorecido por el cansancio general. Terminar la Revolución, de ningún modo era repudiarla, pues cristalizaría en la obra del Consulado, que cuatro años más tarde originó el Imperio napoleónico.
Napoleón, el más formidable y poderoso forjador de la Europa moderna, su figura emergía incontenible y avasalladora en la Francia que salía de la Revolución. Nacido el 15 de agosto de 1769 en Ajaccio (isla de Córcega), pertenecía a la pequeña nobleza, sus padres, Carlos Bonaparte y María Luisa Ramolino, adictos al nuevo régimen cuando la isla pasó a ser francesa, obtuvieron bolsas de estudio para sus hijos José y Napoleón. Éste estudió en un colegio y en la escuela militar de París, optando después por el arma de artillería de la que fue un gran estudioso; además era un apasionado de las matemáticas, la geografía y la historia antigua, lector de Rousseau. Estaba muy orgulloso de su pobreza; con la modesta paga de teniente ayudó a sus siete hermanos.
Acogió con alegría la Revolución y en 1791 regresó a Córcega donde se mezcló en las luchas políticas locales, pero por discrepancias con el jefe político, sublevado contra Francia, la familia Bonaparte se marchó a suelo francés del que Napoleón se hizo un buen patriota. En la defensa de Tolón, atacado por los ingleses, estuvo al mando de la artillería, lo que le valió el ascenso a comandante. Y tras la toma de la ciudad en diciembre de 1793 ascendió a general de brigada cuando tenía veinticuatro años. A la caída de Robespierre fue hecho prisionero durante unos días acusado de ser partidario del dictador. Ya en libertad se paseaba por París, resentido e irritado, cuando su amistad con Barras, uno de los prohombres de la Revolución, lo puso al frente de las tropas para reprimir un complot realista. Enseguida, marzo de 1796, a pesar de la oposición de su madre, se casó con la viuda Josefina de Beauharnais. Sin embargo, el matrimonio no tuvo un buen final, pues convencido Napoleón que con Josefina no iba a tener un heredero a pesar de que ella tenía hijos, le solicitó el divorcio cuando supo que era padre de un hijo ilegítimo y se casó con la archiduquesa María Luisa de Austria, que dio a luz a Napoleón II, que lo heredó durante unos días.
Y con la campaña de Italia le llegó la aventura y la gloria, allí se apoderó del norte del país y en 1798 comandó una expedición a Egipto contra los ingleses a los que venció en tierra, pero su flota fue vencida. De regreso a Francia dio un golpe de Estado acabando con el Directorio (09.11.1799), que sustituyó por el Consulado, siendo él nombrado primer cónsul y más tarde cónsul vitalicio.
La personalidad de NB consistía sobre todo en su gran capacidad para el trabajo y en sus facultades para la asimilación, la improvisación y la organización. Buen conductor de hombres, su personalidad era tan extraordinaria que pudo ser a la vez querido y odiado profundamente. Asimismo, era un romántico que creía en su buena estrella, dominado por el culto del Yo. Llegó a decir: “Yo no soy un hombre, soy un personaje histórico”. “Estoy llamado a cambiar la faz del mundo”. En sus dos años de primer cónsul se libró de una conjura realista y llevó a cabo la pacificación religiosa con la firma, en 1801, de un concordato con el papa Pío VII. En esos dos años transformó su poder personal hasta ser investido cónsul vitalicio, camino ya de la monarquía hereditaria. Promulgó el Código Civil, columna básica del régimen salido de la Revolución. Se afanó en reformar la magistratura y la administración pública, con la burguesía de armazón básico de la sociedad, garantizando al mismo tiempo a los campesinos el no retorno al feudalismo.
El 18 de mayo de 1804 el Senado francés declaró que “el gobierno de la República ha sido confiado a un Emperador” y que “Napoleón I es el emperador hereditario de los franceses”. Aunque nominalmente la República seguía en pie, Francia era considerada como un imperio regido por una monarquía militar hereditaria (algo paradójico, carente de sentido), siendo el emperador el representante de la nación. El nuevo césar, NB, adoptó como emblema el águila romana con las abejas de oro de los merovingios (dinastía germánica que gobernó Francia, Bélgica y parte de Alemania durante 300 años, a partir de mediados del siglo V). Y el papa Pío VII, deseoso de fortalecer la paz y las buenas relaciones, aceptó ir a París para consagrar a Napoleón en la iglesia de Notre – Dame (02.12.1804).
Finalizado el rito de la consagración, bruscamente Napoleón tomó la corona y el mismo se coronó y coronó a la emperatriz Josefina. Después de irse el papa prestó juramento a la libertad y a la igualdad: era la República coronada. Al año siguiente Napoleón era coronado en Milán rey de Italia con la antigua corona de hierro de los lombardos. A sus hermanos José, Luis y Jerónimo los hizo reyes de España, Holanda y Westfalia, respectivamente.
Pero si el Consulado había nacido para restablecer la paz, el Imperio nació para la reanudación de la guerra. Napoleón, jefe militar ante todo, quiso mantener la obra revolucionaria y extenderla por Europa, aunque para las cortes europeas era un usurpador y un advenedizo para las dinastías reales. Mientras para unos se trataba de un conquistador de Europa, para otros buscaba la paz continental. Los instrumentos principales de su política eran la diplomacia y el ejército. Dirigía en persona la política, que ejecutaban sus ayudantes, siendo Talleyrand su gran ministro de asuntos exteriores, hombre de cerebro sutil y alma corrompida, de una personalidad poco comprensible.
Pero fue el ejército el que en los campos de batalla le colmó de gloria hasta 1807 en que derrotó uno tras otro a sus adversarios. Un ejército mandado por NB, genio de la estrategia, idolatrado por sus tropas. A partir del golpe de Estado de 1799 en que derrocó el Directorio y se convirtió en primer cónsul, comenzaron las llamadas guerras napoleónicas de Francia y sus aliados contra Inglaterra, Austria, Prusia, Portugal, Rusia y aliados, las cuales duraron hasta 1815. A lo largo de los años las potencias enfrentadas a Napoleón formaron sucesivas coaliciones, hasta siete. Estas guerras nacieron por la inquietud que les produjo a las monarquías europeas el estallido de la Revolución francesa y la intención de extender sus principios por Europa, así como la muerte del guillotinado Luis XVI, más el miedo de que se rompiera el equilibrio continental a causa a la expansión del emperador, que aspiraba a convertir a Francia en primera potencia, lo que supuso que Europa, instigada por Inglaterra, no se resignara a la expansión napoleónica, de ahí la guerra permanente entre NB y las potencias europeas. En realidad las guerras napoleónicas propiamente dichas dieron comienzo en 1803, las cuales agitaron el mandato de NB. Fue tal el número de las mismas que se hace preciso un resumen somero de las más importantes por orden cronológico.
La gran victoria obtenida por NB en la batalla de Austerlitz (república checa, 02.12.1805), enfrentó al imperio francés con los imperios austriaco y ruso, aliados con Inglaterra, Italia y Suecia. La derrota rompió la tercera coalición europea y se firmó la paz con los austriacos. Meses después, el 14 de octubre de 1806, el emperador, al mando de su ejército, derrotó a los prusianos en la batalla de Jena (Turingia, Alemania), los cuales se quedaron fuera de estas guerras hasta 1813. Gran victoria suya fue también la batalla de Friedland (Rusia,14.06.1807), en la que se enfrentaron franceses y rusos, la cual puso fin a las hostilidades entre ambos, y acabó con la cuarta coalición. Asimismo, NB puso sus ojos en la península ibérica, pues cuando pasó por España para someter a Portugal, aliada de Inglaterra, aprovechó para invadir España (1808) y con engaño consiguió que el rey Fernando VII acudiera a Valençay (Francia) para entrevistarse con él, y allí lo confinó hasta el final de la guerra (1814). Entonces puso a su hermano José en el trono español (1808) hasta que en 1813 el rey intruso salió huyendo a raíz de que su hermano Napoleón perdiera la Guerra de la Independencia (1808 – 1814). Huyó cargado de joyas y obras de arte de la corona española. En la temeraria invasión de Rusia que el emperador llevó a cabo entre los días 16 y 18 de agosto de 1812 tuvo lugar la gran batalla de Smolensk (ciudad de la Rusia occidental) en la que la Grande Armée francesa mandada por el propio Napoleón se enfrentó al ejército ruso, que si bien NB tomó la ciudad, el ejército ruso se retiró con éxito y pocas pérdidas. Días después, el 7 de septiembre tuvo lugar la batalla de Borodino, junto al río Moscova, la mayor y más sangrienta de las guerras napoleónicas en la que se enfrentaron alrededor de doscientos cincuenta mil hombres. Durante el desarrollo de la batalla el emperador padecía fiebre. La retirada de los rusos decidió a NB a marchar sobre Moscú y le ofreció al zar Alejandro un acuerdo que éste no atendió. Sin embargo, el pueblo ruso se lanzó contra los franceses, que hizo a Napoleón retirarse (finales de octubre), pero ya era tarde pues un invierno prematuro hizo estragos en la tropa, que hubo de sufrir toda suerte de calamidades: frío, hambre, sed, caminos embarrados y ser hostigada por la guerrilla rusa. Un ejército agotado por el dolor y el sufrimiento, abatido y sin haber luchado. Igual le sucedió a las tropas de Hitler cuando atacaron a Rusia en la Segunda Guerra Mundial.
Apenas terminada la campaña de Rusia, ya se disponía la de Alemania, que incitada por Prusia y la alianza con los rusos, se aprestaron a terminar con el imperio napoleónico. Sin embargo, el nuevo ejército francés no tardó en derrotar a rusos y prusianos en Lützen y Bautzen (ciudades de Alemania, mayo de 1813). A la alianza se unió Austria, de modo que esta sexta alianza formó un ejército de 500.000 hombres que se enfrentó a Napoleón al que derrotó en la batalla de Leipzig, también llamada de las Naciones (16 a 19 de octubre de 1813), la batalla más importante perdida por Napoleón. El balance de 1813 fue desastroso para él, año en que perdió Alemania, España y Holanda, más Italia que se le desmoronaba. Y ya el último partido hubo de jugarse en suelo francés. A partir del 1º de enero de 1814 los aliados invadieron Francia con un ejército de 500.000 hombres contra los 70.000 del emperador, que después de pequeñas e inútiles batallas hubo de retroceder a Reims con su causa ya perdida, pero él, contumaz, siguió hasta la definitiva batalla de París el 30 de marzo, fecha de la capitulación, que al emperador le cogió en Fontainebleau, donde fue aclamado por sus soldados y abandonado por sus mariscales.
El 6 de abril tuvo lugar la abdicación incondicional del emperador, que conservó el título, una pensión anual de dos millones de francos, la soberanía de la isla de Elba (situada entre Córcega e Italia) donde fue confinado y una escolta de 900 hombres. El mismo día de la abdicación el Senado proclamó rey de Francia a Luis XVIII, sobrino de Luis XVI. En pocos meses la restaurada monarquía se echó a perder a causa de sus torpezas, las cuales facilitaron el camino a NB para su retorno. Luis XVIII se intituló “rey por la gracia de Dios”, negando así la soberanía del pueblo, como si no hubiera existido la Revolución. Tanta torpeza irritó a la opinión pública, que resucitó el odio al clero y a la aristocracia, de manera que Napoleón recuperó la popularidad, mientras crecía el temor entre la nobleza. En tal ambiente surgió un clima burgués y liberal, militar y patriota, campesino y popular; todo un caldo de cultivo para el retorno de NB, que con sus 900 veteranos y sus tres fieles generales, el 1º de marzo 1815 desembarcó en Francia y por Grenoble se lanzó camino de París con su vibrante proclama: “la victoria marchará a paso de carga; el águila, con los colores nacionales, volará de campanario en campanario hasta las torre de Notre – Dame”. El 20 de marzo el emperador ya durmió en el palacio de las Tullerías, de donde todos huyeron atemorizados, mientras que el rey, sin miedo alguno, tomó el camino de Gante.
Pero la gloria duró sólo cien días, pues los aliados, olvidando sus discordias, resucitaron su alianza en el Congreso de Viena. Su ejército marchó contra Napoleón y en cuatro días (15 – 18 de junio) pusieron fin a la aventura napoleónica en la batalla de Waterloo (actual Bélgica). La capitulación final se firmó el 3 de julio y el 8 volvió a París el rey Luis XVIII amparado por el ejército inglés. El emperador se entregó a los británicos y el 15 de octubre era confinado hasta su muerte en la isla de Santa Elena (océano Atlántico). Allí permaneció casi seis años, hasta el 5 de mayo de 1821 en que con 51 años “escoltado por los vientos, la lluvia y el sordo rumor del oleaje, Bonaparte rindió al Creador el más potente soplo de vida que jamás haya animado al barro humano”. Así describe su muerte el historiador francés Emmanuel Las Cases en su obra “Memorial en Santa Helena”. Desde 1840 sus restos reposan en París, en la iglesia del Domo del complejo palaciego de Los Inválidos. Durante el funeral de Estado sonó el solemne “Réquiem” de Mozart.
Ni que decir tiene las amplias derivaciones que tuvieron en Europa y América la Revolución francesa y el Imperio napoleónico en las vertientes: políticas, sociales, económicas y religiosas.