La guillotina en la Revolución francesa (1)


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ADOLFO PÉREZ

La Revolución francesa (1789 – 1799) constituye uno de los capítulos más importantes de la historia moderna. Fue la caída violenta del Antiguo Régimen (gobierno anterior a la Revolución) y la llegada al poder de la burguesía, que desde hacía tiempo iba aumentando su poder. Gracias a la Revolución, por la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano”, en Europa se aprendió que todos nacemos con las mismas posibilidades en la vida. Esa es la cara luminosa de aquel acontecimiento. La cara sombría se refleja en la orgía de sangre que tuvo lugar en aquella ocasión, no en balde una de sus etapas era la del Terror. Es difícil, casi imposible, encontrar en el pasado universal unos años en los que surgiera todo lo que aquellas personas llevaban dentro: la valentía y el miedo, la generosidad y la vileza, la avaricia y el derroche, lo auténtico y lo falso, la crueldad y la dulzura. En definitiva, fue una época que no sólo cambió a Francia sino al mundo.

Si La Marsellesa, el himno de los franceses, patriótico y solemne, brillante y alegre, es uno de los símbolos notables de la Revolución, no cabe duda que el símbolo impactante de la misma es la guillotina, la máquina cuya cuchilla separó miles de cabezas de los troncos de los ajusticiados.

En la historia como en la vida no surgen de pronto los hechos dramáticos. Los franceses no se decidieron de pronto a mandar al patíbulo a una ingente cantidad de compatriotas sólo porque tenían ideas distintas sobre el régimen político o la religión que preferían. No se explica esa súbita actitud de violencia en el pueblo francés, que había sustituido la pasión por la razón, el que en su Enciclopedia había enseñado que el hombre no debía dejarse llevar por sentimientos violentos. ¿Cómo se explica entonces la orgía de sangre que se desencadenó entre 1789 y 1794? Hay que remontarse a los sucesos que se arrastraron uno tras otro: toma de la Bastilla en París el 14 de julio de 1789. Asalto de Versalles por la multitud el 6 de octubre siguiente. Huida del rey Luis XVI el 20 de junio de 1791. Toma del palacio de las Tullerías el 10 de agosto de 1792 con la caída del rey y proclamación de la República. Las matanzas de cientos de personas en septiembre del mismo año. Cada una de esas fechas acercaron a los franceses al Gobierno del Terror, en un ambiente cuyo grito de “aristócratas al farol” se adueñó en los barrios bajos, y es que al principio se ejecutaba a los reos de muerte colgados de un farol.

El comienzo de la Revolución no se debió a una organización oculta o a un complot que buscara el derrumbe de las instituciones. Fueron los privilegiados – letrados, notables, nobleza de armas, alto clero – los que se rebelaron para actualizar y fortalecer sus privilegios, además de oponerse a los nuevos impuestos, razón por la que pensaron que sería en los Estados Generales donde darían al traste con las reformas que proponían los burgueses, entre ellas la de acabar con el feudalismo, incrementado a lo largo del siglo XVIII (Los Estados Generales eran asambleas excepcionales que convocaba el rey para tratar asuntos de sumo interés, formadas por tres estamentos o estados: clero, nobleza y ciudades con consistorio (burgueses), por ese orden).

Cuando estalló la Revolución reinaba en Francia Luis XVI (1774 – 1792), un rey bondadoso, honesto y bienintencionado, pero carente de las dotes necesarias para gobernar en el tiempo de una crisis tan aguda, además estaba muy influenciado por su mujer, María Antonieta. Comenzó su reinado con reformas que le habían hecho muy popular, pero ante la grave crisis financiera que se produjo hizo que el rey, aconsejado por su ministro de Hacienda, Necker, convocara los Estados Generales para intentar solucionar la bancarrota, los cuales se reunieron en Versalles el 5 de mayo de 1789, siendo esta convocatoria el prólogo de los hechos inmediatos que originaron la Revolución. Entre los diputados reunidos predominaba la ideología de la Ilustración y de los economistas. Los diputados de las ciudades (burgueses), con el fin de sacar adelante las reformas que pretendían se agruparon en un club, que después sería el de los jacobinos, y aumentaron su número hasta superar al clero y a la nobleza juntos, los cuales no se conformaron con la maniobra que los ponía en desventaja. Tal situación dio lugar a que el 17 de junio siguiente el Tercer Estado (burgueses), con la simpatía de muchos nobles y clero, se constituyó en Asamblea Nacional, que más tarde acabaría con la monarquía absoluta en Francia, algo que también pasaría en Europa. La burguesía, en contacto con las masas populares, comprendió que para vencer debían de ser capaces de responder a la fuerza con la fuerza, de modo que fueron ellos el motor que puso en marcha la Revolución, cuyo resultado era imprevisible para Francia.

El detonante de la Revolución propiamente dicha surgió el 14 de julio de 1789 ante la noticia de que Necker, encargado de las finanzas del reino, el amigo del pueblo, había sido destituido por el rey. Si la noticia fue la mecha, quien la aplicó al barril de pólvora fue el joven Camilo Desmoulins, que subido en una mesa les dijo a sus oyentes que esa noche los batallones militares saldrían para degollarlos, y les gritó: “¡Corramos a las armas!”. De allí se marcharon a buscarlas en la fortaleza de la Bastilla, en el centro de París, que también era cárcel. Y así la masa, que llegó a ser un millar, con viejos fusiles y armas blancas se lanzó contra la Bastilla. Era gente de toda condición y variadas profesiones. Una delegación entró a por las armas pero el gobernador se negó a darlas sin una orden y mandó levantar el puente levadizo, que dos sitiadores lograron que cayera rompiendo las cadenas con hachas, de modo que entraron en el recinto donde fueron rechazados, pero se hicieron de dos cañones que a sus disparos el gobernador se rindió, firmando así su sentencia de muerte. Un cocinero de oficio llamado Desnot le separó la cabeza del cuerpo con un cuchillo. Siguieron su suerte otros soldados y oficiales. Las cabezas del gobernador y un comandante fueron paseadas por las calles de París en la punta de una pica. Fueron las primeras de una larga lista de testas que en los siguientes años serían exhibidas al pueblo que, paradójicamente, enseñó al mundo a razonar. Los siete presos, que gemían en sus celdas, fueron liberados: cuatro falsificadores de documentos bancarios, un noble condenado por conducta inmoral y dos locos.

Tras la victoria, la burguesía se instaló en el poder, promulgó una Constitución y en 1791 puso al rey bajo la misma. Para asegurarse el poder político se utilizó el voto censitario (voto sólo para los ciudadanos que poseían patrimonio o rentas), negándoselo a los pobres. Así fue la toma de la Bastilla, la que en su recuerdo cada 14 de julio los franceses la celebran como su fiesta nacional. La burguesía se organizó en dos importantes partidos: girondinos y jacobinos, los cuales marcaron todo lo acontecido en aquellos años, en especial el de los jacobinos. El partido de los girondinos, de carácter moderado, oriundo de la Gironda, provincia del suroeste de Francia, estaba integrado por empresarios y grandes comerciantes que constituían la gran burguesía. El origen del partido de los jacobinos eran las reuniones en el convento de la orden de los jacobinos. Era un partido burgués, radical, duro y bien organizado, respaldado por los parisinos. Estaba integrado por profesionales y pequeños propietarios. Su máxima figura era el temible Maximilien Robespierre.

Una vez asaltada la Bastilla, otras ciudades siguieron el ejemplo haciendo que el fenómeno de la revolución se propagara hasta las zonas rurales. A partir de entonces se inició una campaña en contra de la nobleza que no aceptaba el cambio, desembocando en el ”régimen del terror” de los años 1793 y 1794. Los nobles eran amenazados al grito de: “los aristócratas al farol”. Y es que antes de la guillotina se ejecutaba la pena de muerte colgando al reo de un farol, la ‘lanterne’. Mientras ardía el París revolucionario, desde Versalles Luis XVI con su familia y la corte estaban pendientes de los sucesos de la capital francesa, pero pronto los líderes de la Revolución pensaron que el rey debía estar en París, y a Versalles se dirigió el 5 de octubre siguiente una masa de gente, donde iban más mujeres que hombres, gritando, insultando, bebiendo y cantando, armados con sables, picas, fusiles con bayonetas, hachas, guadañas, hoces y cuchillos atados en la punta de un bastón a modo de lanza; andando y lloviendo a mares la variopinta multitud se presentó al anochecer ante las verjas del palacio, invadieron la sede de la Asamblea Nacional y pidieron hablar con el rey. Y ocurrió algo llamativo, cuando la comisión llegó a la presencia del rey, la representante femenina, Luison Chabry, al estar tan cerca del rey se desmayó de la emoción y al recobrarse a punto estuvo de desvanecerse de nuevo al ver a Luis XVI que la abrazaba y la besaba. El rey les prometió pan para todos. Al salir de la entrevista, las mujeres que no habían estado en la audiencia real trataron de traidoras y miserables a las asistentes y las amenazaron con colgarlas.

En la madrugada del 6 de octubre la masa asaltó el palacio sin que los guardias intervinieran, dos de ellos fueron rematados y sus cabezas puestas en una pica. Pidieron ver al rey, que salió a un balcón y enseguida se oyeron aplausos y vivas, después pidieron ver a la reina que se mostró en el balcón con sus dos hijos, los niños se metieron dentro a petición de la multitud. María Antonieta permaneció erguida y entonces el pueblo, antes tan brutal, le gritaba: ¡Viva la reina! Después pidieron a gritos que la familia real volviera a París, lo que aceptó el rey. Por fin la multitud se volvió a París, orgullosa de su triunfo, llevando delante las cabezas de los guardias asesinados; al final iba la carroza con la familia real. Por todas partes se oían burlas y bromas sangrientas. Las mujeres, orgullosas, coreaban: “Traemos al panadero, a la panadera y al pequeño aprendiz”. Fueron seis horas las que tardaron de Versalles a París, seis horas de “via crucis”.

Le llega ahora el momento al más famoso instrumento de la Revolución francesa: la guillotina. Resulta atroz pensar que la guillotina se inventó paras “aliviar” el sufrimiento de los condenados a muerte. Y es que, hasta entonces, en Francia y otros países europeos se ponía fin a la vida de los condenados mediante la decapitación por medio de una espada de doble filo, que si no se atinaba sobre el punto exacto del cuello podía dar lugar a la repetición, con sufrimientos indecibles del condenado y la repulsa del público. Algo que ya había ocurrido con la reina María Estuardo de Escocia. Para evitar la imprecisión en el golpe y lograr que éste fuera exacto, un médico llamado Joseph Ignace Guillotin inventó la máquina infernal para lograr la precisión en el golpe. La máquina de este “benefactor” consistía en una cuchilla triangular de gran tamaño, subida entre dos postes de madera, que al tocar a un resorte se deslizaba acelerando por las ranuras de los dos postes hasta llegar al cuello del condenado, que tendido y atado boca abajo e inmovilizada la cabeza por un cepo, era decapitado con gran precisión. El invento fue aprobado por la Convención como método limpio y humano.

Con los informes precisos, entre ellos el del verdugo Sanson, que informó en el sentido de que con el procedimiento en uso, además de caro, los condenados se agitaban ante la inminencia del golpe, de modo que tras las pruebas con corderos, la Asamblea Nacional decretó el 3 de mayo de 1791 que toda persona condenada a muerte sería decapitada en la guillotina colocada en un cadalso a la vista del público.

El primer ejecutado se llamaba Nicolas Jacques Pelletier, que había asesinado a una persona para robarle. Según convenía, la guillotina se trasladaba por diversas plazas de París, siempre emplazada en un lugar muy a la vista de un público que atestaba el lugar. En un barrio de París se colocó la guillotina y junto a ella se abrió un gran agujero para acoger la sangre y el agua del lavado de la máquina. En otra plaza se acabó con la vida de mil trescientas personas más los delincuentes comunes. El 28 de julio de 1794, en la plaza de la Revolución, fue ejecutado Robespierre y veintiuno de los suyos y dos días después le tocó el turno a trescientos terroristas. Y, además, la guillotina viajó por Francia en los convoyes militares. La muerte por guillotina ha estado en vigor en Francia hasta el año 1977.

El cargo de verdugo estaba unido a la familia Sanson desde 1688, siendo Charles Henri Sanson el que lo ejercía desde 1774, hacía veintiún años. El rey que lo designó como “ejecutor de sentencias criminales” así se denominaba el puesto, fue Luis XVI, el mismo que moriría a sus manos en la guillotina. Sanson pedía un aumento de los emolumentos debido a que las ejecuciones de ahora eran más caras que antes, razón por la que se accedió al aumento solicitado. Una de las misiones de Sanson era acudir a la cárcel el día de la ejecución a fin de cortarle el cabello al reo y abrirle la ropa por la parte del cuello para facilitar la ejecución.