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SAVONAROLA
He vuelto a ver, queridísimos hermanos, una película del director norteamericano Woody Allen, que describe, como en un documental, la azarosa vida y vicisitudes de Virgil Starkwell, un incompetente, torpe y neurótico criminal.
El largometraje comienza con la reseña de la infancia del pequeño Virgil, una etapa en la que el hijo de los Starkwell intentaba empezar una carrera musical, para seguir, a continuación con su juventud, cuando su carrera musical ya había fracasado por completo y emprendió una carrera en el proceloso y turbio mundo de la delincuencia.
Tras salir de la cárcel por primera vez, el joven Virgil conoció a Louis, una chica de la que se enamoró inmediatamente, pero que no impidió que siguiera manteniendo su vida criminal, a la que se había entregado de manera profesional con el fin de mejorar, algún día, las condiciones de vida de la pareja gracias al robo de un banco.
La comedia, hermanos míos, esta plagada de golpes de humor legendarios y escenas ya clásicas en la historia del cine. Yo recuerdo especialmente, una en la que Virgil, poco después de la salida de la cárcel, cuenta que empezó a mantenerse a base de pequeños robos. En ese momento se le ve caminar por una acera hasta situarse delante del escaparate de una joyería.
La tienda mostraba tras el cristal toda su mercadería, rica en relojes, pulseras, pendientes, collares, anillos y toda clase de piezas de orfebrería de gran valor y otras fruslerías. En un momento determinado, el hijo de los Starkwell –que aparecen recurrentemente en escena parapetados tras unas gafas dotadas de cejas, nariz y bigote imitando a Brocho Marx para ocultar la vergüenza a la que vivían sometidos por las andanzas de su hijo-, mira hacia un lado de la calle, después hacia el otro, saca un buril de punta diamantada de uno de sus bolsillos y corta un rectángulo del vidrio que separa sus manos de las joyas expuestas en el escaparate. Vuelve a mirar a uno y otro lado de la calle y, tras comprobar que nadie le ve, toma el cristal bajo su brazo y se aleja del lugar del crimen dejando todas y cada una de las piezas de la tienda intactas en su sitio.
Al volver a ver esta escena, mis queridísimos hermanos en Cristo, no pude evitar el recuerdo de que hace unos días, el pasado 26 de mayo, en todos los pueblos de nuestra comarca se celebraron elecciones, pero no una, sino dos.
Sí, amados míos. Todos fuimos a las urnas con un par de sobres. Uno de ellos blanco, que contenía la opción elegida para gobernar los ayuntamientos. El otro, azul, incluía los candidatos por la circunscripción española para el Parlamento Europeo, una institución lejana en la que no se hace gran cosa. Únicamente se dedican a aprobar las decisiones y directivas que, en todas las facetas de lo público, han de regir la vida de todos los ciudadanos de Europa, y que son traducidas e incorporadas al ordenamiento legal de todos los países miembros de la Unión, entre ellos España. De hecho, más del 80% de la actividad de nuestro Congreso de los Diputados y de los diferentes parlamentos de las comunidades autónomas consiste en la transposición de todas y cada una de esas normas que aprueban nuestros representantes en Bruselas y Estrasburgo.
Además, esos mismos diputados electos a base de papeletas azules son los que deciden el dinero que llega desde eso que llamamos Europa hasta el último de nuestros pueblos. El cuánto, el cómo y el para qué lo aprueban ellos, y nuestras administraciones hacen de intermediarias.
En esa Europa que nos suena tan lejana, como si fuera de otros, pero que somos todos nosotros y todos nosotros contribuimos a base de impuestos a sostener, es el lugar en que se determina qué parte del dinero que le enviamos volverá hasta nosotros para construir depuradoras, autovías, líneas de ferrocarril o ayudar a los agricultores de la comarca.
Ya os habéis hecho una idea de la importancia y la trascendencia del contenido de esa papeleta azul, ¿verdad, hermanos? Pues ahora os pregunto cuántos nombres de los candidatos a diputados que habéis votado para que os representen en el Parlamento europeo sois capaces de recordar.
Pero no os aflijáis ni mortifiquéis si la respuesta es igual o menor que uno, porque la culpa no es del todo vuestra, aunque también tengáis buena parte de ella.
Y es que, por razones que algún día sabremos, se han empeñado en que creamos que la Unión Europea nos es ajena. Algo así como un tío en Grana que viene de cuando en vez y reparte golosinas.
¿Recordáis, también, por un casual, cuántos candidatos a la alcaldía de vuestro pueblo han pasado por vuestras casas para pediros el voto en los días de la última campaña? ¿y recordáis cuántos de esos os han entregado papeletas de la candidatura de su partido al Parlamento europeo? Da la impresión de que Europa no va con ellos y, mucho menos, con vosotros.
Y, en tanto, nosotros a lo nuestro, que Europa no tiene nada que ver con nosotros. No tenéis ni idea de lo que me pude reír el otro día viendo desfilar a miles de Virgil Starkwell clonados silbando por las aceras con su rectángulo de cristal bajo el brazo, alimentando la democracia a base de pequeños golpes. Vale. /div>
El largometraje comienza con la reseña de la infancia del pequeño Virgil, una etapa en la que el hijo de los Starkwell intentaba empezar una carrera musical, para seguir, a continuación con su juventud, cuando su carrera musical ya había fracasado por completo y emprendió una carrera en el proceloso y turbio mundo de la delincuencia.
Tras salir de la cárcel por primera vez, el joven Virgil conoció a Louis, una chica de la que se enamoró inmediatamente, pero que no impidió que siguiera manteniendo su vida criminal, a la que se había entregado de manera profesional con el fin de mejorar, algún día, las condiciones de vida de la pareja gracias al robo de un banco.
La comedia, hermanos míos, esta plagada de golpes de humor legendarios y escenas ya clásicas en la historia del cine. Yo recuerdo especialmente, una en la que Virgil, poco después de la salida de la cárcel, cuenta que empezó a mantenerse a base de pequeños robos. En ese momento se le ve caminar por una acera hasta situarse delante del escaparate de una joyería.
La tienda mostraba tras el cristal toda su mercadería, rica en relojes, pulseras, pendientes, collares, anillos y toda clase de piezas de orfebrería de gran valor y otras fruslerías. En un momento determinado, el hijo de los Starkwell –que aparecen recurrentemente en escena parapetados tras unas gafas dotadas de cejas, nariz y bigote imitando a Brocho Marx para ocultar la vergüenza a la que vivían sometidos por las andanzas de su hijo-, mira hacia un lado de la calle, después hacia el otro, saca un buril de punta diamantada de uno de sus bolsillos y corta un rectángulo del vidrio que separa sus manos de las joyas expuestas en el escaparate. Vuelve a mirar a uno y otro lado de la calle y, tras comprobar que nadie le ve, toma el cristal bajo su brazo y se aleja del lugar del crimen dejando todas y cada una de las piezas de la tienda intactas en su sitio.
Al volver a ver esta escena, mis queridísimos hermanos en Cristo, no pude evitar el recuerdo de que hace unos días, el pasado 26 de mayo, en todos los pueblos de nuestra comarca se celebraron elecciones, pero no una, sino dos.
Sí, amados míos. Todos fuimos a las urnas con un par de sobres. Uno de ellos blanco, que contenía la opción elegida para gobernar los ayuntamientos. El otro, azul, incluía los candidatos por la circunscripción española para el Parlamento Europeo, una institución lejana en la que no se hace gran cosa. Únicamente se dedican a aprobar las decisiones y directivas que, en todas las facetas de lo público, han de regir la vida de todos los ciudadanos de Europa, y que son traducidas e incorporadas al ordenamiento legal de todos los países miembros de la Unión, entre ellos España. De hecho, más del 80% de la actividad de nuestro Congreso de los Diputados y de los diferentes parlamentos de las comunidades autónomas consiste en la transposición de todas y cada una de esas normas que aprueban nuestros representantes en Bruselas y Estrasburgo.
Además, esos mismos diputados electos a base de papeletas azules son los que deciden el dinero que llega desde eso que llamamos Europa hasta el último de nuestros pueblos. El cuánto, el cómo y el para qué lo aprueban ellos, y nuestras administraciones hacen de intermediarias.
En esa Europa que nos suena tan lejana, como si fuera de otros, pero que somos todos nosotros y todos nosotros contribuimos a base de impuestos a sostener, es el lugar en que se determina qué parte del dinero que le enviamos volverá hasta nosotros para construir depuradoras, autovías, líneas de ferrocarril o ayudar a los agricultores de la comarca.
Ya os habéis hecho una idea de la importancia y la trascendencia del contenido de esa papeleta azul, ¿verdad, hermanos? Pues ahora os pregunto cuántos nombres de los candidatos a diputados que habéis votado para que os representen en el Parlamento europeo sois capaces de recordar.
Pero no os aflijáis ni mortifiquéis si la respuesta es igual o menor que uno, porque la culpa no es del todo vuestra, aunque también tengáis buena parte de ella.
Y es que, por razones que algún día sabremos, se han empeñado en que creamos que la Unión Europea nos es ajena. Algo así como un tío en Grana que viene de cuando en vez y reparte golosinas.
¿Recordáis, también, por un casual, cuántos candidatos a la alcaldía de vuestro pueblo han pasado por vuestras casas para pediros el voto en los días de la última campaña? ¿y recordáis cuántos de esos os han entregado papeletas de la candidatura de su partido al Parlamento europeo? Da la impresión de que Europa no va con ellos y, mucho menos, con vosotros.
Y, en tanto, nosotros a lo nuestro, que Europa no tiene nada que ver con nosotros. No tenéis ni idea de lo que me pude reír el otro día viendo desfilar a miles de Virgil Starkwell clonados silbando por las aceras con su rectángulo de cristal bajo el brazo, alimentando la democracia a base de pequeños golpes. Vale. /div>