Los pollos sagrados y el Centro de Investigaciones


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Es legendario y antiquísimo el deseo del ser humano de anticipar el futuro, de conocer ese destino que nos aguarda escrito en las estrellas, en las vísceras de las aves o en los posos del café con leche. Todo un mundo de sibilas, pitonisas, magos, arúspices y cantamañanas se ha ganado muy bien la vida con esto desde antiguo.

Quizá haya existido siempre la esperanza de que, conociéndolo, pueda cambiarse nuestro futuro ya que, como decía Agatón, ni siquiera los dioses pueden cambiar el pasado. A mi personalmente me merecería mucho más respeto, incluso temor reverencial, alguien que fuera capaz de adivinar mi pasado, porque sería la prueba del nueve de su condición de ser superior. Nunca he conocido a alguien así, pero no pierdo la ilusión. Besaría su túnica y lo seguiría donde quiera que fuese.

Cerrados por jubilación el oráculo de Delfos y los misterios de Eleusis, la curiosidad por el porvenir sigue intacta. Economistas y sociólogos han recogido la venerable antorcha : nos siguen aterrando con sus pronósticos y vaticinios… y la posterior explicación de sus errores, que son más bien los nuestros, por no entender las profecías ni las parábolas.

Cuando se publican encuestas del CIS, libros del Niño Becerra (qué nombre más taurino para un economista, por cierto) o el índice de confianza de la Universidad de Michigan, no puedo evitar recordar aquella anécdota de la primera guerra púnica. Era yo joven – cuando me la contaron, no durante la primera guerra púnica, que era más joven todavía – y causóme profunda impresión.

Roma y Cartago tenían sus primeros rifirrafes por el control de Sicilia. La flota romana al frente de la cual estaba el cónsul Publio Claudio Pulcro, se aprestó al combate.

Como buen romano antiguo que era, estaba impaciente por entrar en batalla. La hora del ataque debía determinarse, según la tradición, cuando los auspicios fueran favorables, no de cualquier manera y a la ligera. El futurólogo de la expedición mostró su preocupación porque los pollos sagrados estaban inapetentes y les dio por no comer, lo que fue considerado un mal augurio. El impío cónsul, harto de esperar a los caprichosos pollos, y, diciendo las palabras sacrílegas “pues si no quieren comer, que beban”, lanzó los pollos con su jaula y todo al mar.

La expedición entró en pánico, y fuere por esto o por su impericia náutica, la batalla subsiguiente (la batalla de Drápeno) fue perdida por los romanos. Publio Claudio fue juzgado con severidad y su historia y su destino nefasto se pierde en la historia, su desenlace no se conoce con certeza.

No obstante, muchos años después, pervivía la historia en los textos de Cicerón y de Valerio Máximo, que consideraron inadmisible la falta de respeto a los pollos sagrados y a sus designios que, indudablemente, acarrearon el fatal desenlace.

Cuando la gente se burla de nuestro pollo sagrado, que es en la actualidad José Félix Tezanos, sibilino sacerdote de ese templo que es el Centro de Investigaciones Sociológicas, y quiere tirarlo al mar o recortarle el pienso, creo que debieran seguir recordando la historia de Publio Claudio Pulcro y tentarse la ropa. A chufla lo toma la gente, pero a mí, como “el Piyayo”, me da una pena muy grande, y me causa un respeto imponente.