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MARIO SANZ CRUZ
Puede que empiece a ponerme pesado con el tema del turismo, pero, tras mis viajes a Madrid, a Toledo y mis vacaciones en Lisboa, he visto claramente cómo este turismo global, masificado y desmesurado, que estamos fomentando, influye en la vida de la gente normal, de la que vive en una ciudad y no participa del pastel que se reparten los turoperadores, los hosteleros, los transportistas y todo tipo de advenedizos que se acercan como moscas a la miel.
El crecimiento turístico de Madrid ya ha conseguido tener el centro saturado en cualquier época, ya ha conseguido que casi nadie pueda alquilar un piso en las zonas más históricas y alrededores. Los madrileños tienen muy complicada la entrada al museo del Prado y a otros de los más conocidos, debido a las enormes colas que se forman. Los bares y restaurantes que antes se dedicaban a dar de beber y comer a los vecinos y a los currantes, ahora se vuelcan en la caza del turista, bajan calidad, suben precios y dan el coñazo al viandante tratando de captar una mesa más.
Los artistas callejeros se colocan en cualquier esquina, unos dando notas de color y haciendo agradable el paseo, y otros dando la matraca y coaccionando al viandante para sacarle unas monedas. Los vendedores callejeros acosan a todo el mundo, los pedigüeños de todas las modalidades se multiplican exponencialmente y los carteristas hacen su agosto todo el año. Todo esto unido a la inmensa cantidad de grupos de turistas organizados que van tras sus guías, cruzando por cualquier parte, inundando aceras, calles y parques; hacen de la ciudad una selva en la que solo sobreviven los más fuertes, los tarzanes modernos. Los demás tienen que huir a las afueras o encerrase en sus casas hasta que baje un poco la marea humana.
En Toledo, donde viajo a menudo por motivos familiares, sucede lo mismo pero concentrado en una zona mucho más pequeña, lo que hace realmente intransitable el centro a todas las horas centrales del día. Eso sucede en ciudades históricas, monumentales y atractivas como Madrid o Toledo, donde la gente tiene que llegan en avión o en medios terrestres, pero si a eso le sumamos el mar, ya la hemos fastidiado del todo, porque a la masificación anterior, se une la puntual de los cruceros, que sueltan miles de personas cada uno, que van a pasar unas horas en la ciudad y tienen que ver todo lo que pueda ser medianamente interesante en un tiempo record.
Estos días en Lisboa, ciudad que siempre he admirado y que sigue gustándome a pesar de los cambios producidos por la globalización, me han enseñado que yo mismo era parte del problema, que yo, unido a otros miles de turistas, estábamos dando de comer a unos y haciendo la vida imposible a otros. Ningún vecino de Lisboa puede utilizar los tranvías de las líneas más antiguas, porque están llenos de turistas, que los cogen por el mero gusto de montarse en ellos y hacerse fotos para colgar en las redes sociales. Los turistas suben hasta el castillo de San Jorge o al Barrio Alto y vuelven a bajar enseguida, en los tranvías que deberían servir para salvar las imponentes cuestas de la ciudad y llevar a la gente a su trabajo o su casa, pero acaba siendo mejor subir por las escaleras o las calles superinclinadas, que esperar la enorme cola de gente en pantalón corto, cargada con mochilas, cámaras de fotos, móviles y palos de selfie. Lo que eran terrazas de cafés clásicos o cafeterías de toda la vida, donde los escritores hacían sus tertulias, las ancianas se reunían a merendar y las familias disfrutaban con sus niños, se han convertido abrevaderos de turistas sedientos, y comederos de gente hambrienta, que pasa a toda velocidad, exigiendo rapidez y rompiendo la calma que caracterizaba a la capital portuguesa. Los lugares de culto han dejado de ser sitios de recogimiento, donde los abuelos y las señoras del lugar tratan de oír lo que dice el cura mientras a su alrededor circulan cientos de jaleosos visitantes, móvil en ristre. Los locales de fados se multiplican y cualquiera canta para contentar a un público poco informado y poco exigente. Eso sí, los que viven del turismo han aprendido a hablar en todos los idiomas posibles y, pese a la masificación, los tenderos, camareros y demás personal con el que tenemos roce los invasores, siguen siendo amables y pacientes, lo que tiene mucho mérito.
De alguna manera habría que regular estas cosas. Todo el mundo tiene derecho a viajar donde quiera, pero no es necesario que todos vayamos a todos los sitios porque lo digan los turoperadores, que pisoteemos los sitios más sensibles porque hay que llegar hasta el último confín para que los demás vean que viajamos y conocemos mundo, que destrocemos el planeta con nuestros medios de transporte que contaminan el aire, que hagamos invivibles los lugares donde no nos queda más remedio que vivir.
Un viajero no es un turista adocenado que no sabe ubicar en el mapa el lugar al que ha llegado. Un viajero se desplaza por alguna razón, disfruta de lo que ve respetándolo, se empapa de la cultura local, intenta no interferir demasiado en la vida de los nativos y trata de no imponer sus costumbres. Pero, de esos viajeros ya quedan muy pocos en este alocado mundo global, y se echan de menos.
El crecimiento turístico de Madrid ya ha conseguido tener el centro saturado en cualquier época, ya ha conseguido que casi nadie pueda alquilar un piso en las zonas más históricas y alrededores. Los madrileños tienen muy complicada la entrada al museo del Prado y a otros de los más conocidos, debido a las enormes colas que se forman. Los bares y restaurantes que antes se dedicaban a dar de beber y comer a los vecinos y a los currantes, ahora se vuelcan en la caza del turista, bajan calidad, suben precios y dan el coñazo al viandante tratando de captar una mesa más.
Los artistas callejeros se colocan en cualquier esquina, unos dando notas de color y haciendo agradable el paseo, y otros dando la matraca y coaccionando al viandante para sacarle unas monedas. Los vendedores callejeros acosan a todo el mundo, los pedigüeños de todas las modalidades se multiplican exponencialmente y los carteristas hacen su agosto todo el año. Todo esto unido a la inmensa cantidad de grupos de turistas organizados que van tras sus guías, cruzando por cualquier parte, inundando aceras, calles y parques; hacen de la ciudad una selva en la que solo sobreviven los más fuertes, los tarzanes modernos. Los demás tienen que huir a las afueras o encerrase en sus casas hasta que baje un poco la marea humana.
En Toledo, donde viajo a menudo por motivos familiares, sucede lo mismo pero concentrado en una zona mucho más pequeña, lo que hace realmente intransitable el centro a todas las horas centrales del día. Eso sucede en ciudades históricas, monumentales y atractivas como Madrid o Toledo, donde la gente tiene que llegan en avión o en medios terrestres, pero si a eso le sumamos el mar, ya la hemos fastidiado del todo, porque a la masificación anterior, se une la puntual de los cruceros, que sueltan miles de personas cada uno, que van a pasar unas horas en la ciudad y tienen que ver todo lo que pueda ser medianamente interesante en un tiempo record.
Estos días en Lisboa, ciudad que siempre he admirado y que sigue gustándome a pesar de los cambios producidos por la globalización, me han enseñado que yo mismo era parte del problema, que yo, unido a otros miles de turistas, estábamos dando de comer a unos y haciendo la vida imposible a otros. Ningún vecino de Lisboa puede utilizar los tranvías de las líneas más antiguas, porque están llenos de turistas, que los cogen por el mero gusto de montarse en ellos y hacerse fotos para colgar en las redes sociales. Los turistas suben hasta el castillo de San Jorge o al Barrio Alto y vuelven a bajar enseguida, en los tranvías que deberían servir para salvar las imponentes cuestas de la ciudad y llevar a la gente a su trabajo o su casa, pero acaba siendo mejor subir por las escaleras o las calles superinclinadas, que esperar la enorme cola de gente en pantalón corto, cargada con mochilas, cámaras de fotos, móviles y palos de selfie. Lo que eran terrazas de cafés clásicos o cafeterías de toda la vida, donde los escritores hacían sus tertulias, las ancianas se reunían a merendar y las familias disfrutaban con sus niños, se han convertido abrevaderos de turistas sedientos, y comederos de gente hambrienta, que pasa a toda velocidad, exigiendo rapidez y rompiendo la calma que caracterizaba a la capital portuguesa. Los lugares de culto han dejado de ser sitios de recogimiento, donde los abuelos y las señoras del lugar tratan de oír lo que dice el cura mientras a su alrededor circulan cientos de jaleosos visitantes, móvil en ristre. Los locales de fados se multiplican y cualquiera canta para contentar a un público poco informado y poco exigente. Eso sí, los que viven del turismo han aprendido a hablar en todos los idiomas posibles y, pese a la masificación, los tenderos, camareros y demás personal con el que tenemos roce los invasores, siguen siendo amables y pacientes, lo que tiene mucho mérito.
De alguna manera habría que regular estas cosas. Todo el mundo tiene derecho a viajar donde quiera, pero no es necesario que todos vayamos a todos los sitios porque lo digan los turoperadores, que pisoteemos los sitios más sensibles porque hay que llegar hasta el último confín para que los demás vean que viajamos y conocemos mundo, que destrocemos el planeta con nuestros medios de transporte que contaminan el aire, que hagamos invivibles los lugares donde no nos queda más remedio que vivir.
Un viajero no es un turista adocenado que no sabe ubicar en el mapa el lugar al que ha llegado. Un viajero se desplaza por alguna razón, disfruta de lo que ve respetándolo, se empapa de la cultura local, intenta no interferir demasiado en la vida de los nativos y trata de no imponer sus costumbres. Pero, de esos viajeros ya quedan muy pocos en este alocado mundo global, y se echan de menos.