DIEGO JEREZ
10·01·2016
Cuesta imaginar la clase de gazpacho mental que lleva a una mujer a encaramarse a la columna de un periódico o las páginas de un blog para acusar a unos 3.500 millones de hombres de ser asesinos, maltratadores o violadores reprimidos.
Como hombre, debería sentirme profundamente indignado ante tales exabruptos, pero lo cierto es tan sólo soy capaz de sentir lástima por esas pobres desquiciadas, máxime si me cuestiono el papel que pudo desempeñar el padre de cada una de ellas en la creación de una imagen tan aterradora del sexo masculino.
Con todo, la corrupción moral que lleva a una persona a odiar de ese modo a otra —a la mitad de la especie humana, en realidad— por la sola razón de su sexo, no es cualitativamente distinta de la que lleva a odiarla por su etnia o su raza. Sin embargo, mientras que el racismo se ha convertido en una actitud socialmente censurada y legalmente perseguida en algunas de sus manifestaciones, este tipo de comportamientos sexistas se vienen reproduciendo cada vez con mayor frecuencia ante la pasividad de una parte de la población y, lo que es peor, el aplauso de otra.
Quiero creer que si el Congreso aprobara mañana una ley que penase más duramente los delitos cometidos por personas de etnia gitana o de raza negra, los habitantes de este país clamarían de manera casi unánime contra ella; que las alusiones al fascismo resonarían justamente en cada tertulia de radio y televisión, recordando los peligrosos antecedentes de criminalización que representan procesos como los que condujeron a las Leyes de Núremberg —y más tarde, a las cámaras de gas— o al genocidio ruandés; y que incluso las más desaforadas feministas, aquellas que con su discurso incitan cotidianamente al odio contra los hombres, pondrían el grito en el cielo sin comprender la inmensidad de su hipocresía.
Por desgracia, cuando el 28 de diciembre de 2004 el Parlamento español aprobó la ominosa LIVG, convirtiendo de facto la condición de hombre en una agravante penal, la reacción de la sociedad fue muy distinta de la descrita. Y es que la norma suscitó el entusiasmo tanto de quienes desprecian al sexo masculino como de los habituales entusiastas de carné; e incluso el de aquellas personas de buena fe que, sin reflexionar acerca de la tremenda barbaridad que supone la quiebra del principio de igualdad ante las leyes, creyeron ver en ella una solución al problema de la mal llamada violencia de género —conviene recordar que en la última década y media, el año en el que menos mujeres murieron a mano de sus parejas o exparejas fue 2001, con 46 casos; mientras que 2008 registró la peor cifra con 76—.
Las voces críticas, como era de esperar, fueron inmediatamente tachadas de machistas, y su ya entonces discreto número no ha cesado de menguar a lo largo de estos años; llegándose a la situación actual, en la que un pavoroso consenso parece haberse cerrado en torno a la cuestión. Buena prueba de ello la daban recientemente los portavoces de los principales partidos políticos, cuando, en el transcurso de la campaña electoral, se aprestaron a saltar sobre la yugular de Albert Rivera por atreverse a denunciar la «asimetría penal por cuestión de sexo» que se está produciendo en este país.
Como individuo, no puedo sino exigir que se me juzgue por mis propios actos y en igualdad de condiciones con cualquier otro ciudadano, y me sublevo ante la idea de que se me pueda responsabilizar, siquiera tangencialmente, de las acciones de otras personas, compartan o no mi sexo o cualquiera de mis circunstancias. Mientras que como hombre, asisto con estupor al grado de brutalidad que, desde un tiempo a esta parte, y después de determinados acontecimientos luctuosos como los atentados islamistas de Paris o las agresiones multitudinarias a mujeres en diversas ciudades alemanas, está alcanzado el discurso de algunas feministas.
Por más vueltas que le doy, no alcanzo a comprender qué objetivo persiguen quienes así se dedican a sembrar el odio, o en qué modo pueden contribuir con sus palabras a solucionar el problema de la violencia contra las mujeres... Por más vueltas que le doy, sólo puedo concluir que están enfermas, profundamente enfermas.
Como hombre, debería sentirme profundamente indignado ante tales exabruptos, pero lo cierto es tan sólo soy capaz de sentir lástima por esas pobres desquiciadas, máxime si me cuestiono el papel que pudo desempeñar el padre de cada una de ellas en la creación de una imagen tan aterradora del sexo masculino.
Con todo, la corrupción moral que lleva a una persona a odiar de ese modo a otra —a la mitad de la especie humana, en realidad— por la sola razón de su sexo, no es cualitativamente distinta de la que lleva a odiarla por su etnia o su raza. Sin embargo, mientras que el racismo se ha convertido en una actitud socialmente censurada y legalmente perseguida en algunas de sus manifestaciones, este tipo de comportamientos sexistas se vienen reproduciendo cada vez con mayor frecuencia ante la pasividad de una parte de la población y, lo que es peor, el aplauso de otra.
Quiero creer que si el Congreso aprobara mañana una ley que penase más duramente los delitos cometidos por personas de etnia gitana o de raza negra, los habitantes de este país clamarían de manera casi unánime contra ella; que las alusiones al fascismo resonarían justamente en cada tertulia de radio y televisión, recordando los peligrosos antecedentes de criminalización que representan procesos como los que condujeron a las Leyes de Núremberg —y más tarde, a las cámaras de gas— o al genocidio ruandés; y que incluso las más desaforadas feministas, aquellas que con su discurso incitan cotidianamente al odio contra los hombres, pondrían el grito en el cielo sin comprender la inmensidad de su hipocresía.
Por desgracia, cuando el 28 de diciembre de 2004 el Parlamento español aprobó la ominosa LIVG, convirtiendo de facto la condición de hombre en una agravante penal, la reacción de la sociedad fue muy distinta de la descrita. Y es que la norma suscitó el entusiasmo tanto de quienes desprecian al sexo masculino como de los habituales entusiastas de carné; e incluso el de aquellas personas de buena fe que, sin reflexionar acerca de la tremenda barbaridad que supone la quiebra del principio de igualdad ante las leyes, creyeron ver en ella una solución al problema de la mal llamada violencia de género —conviene recordar que en la última década y media, el año en el que menos mujeres murieron a mano de sus parejas o exparejas fue 2001, con 46 casos; mientras que 2008 registró la peor cifra con 76—.
Las voces críticas, como era de esperar, fueron inmediatamente tachadas de machistas, y su ya entonces discreto número no ha cesado de menguar a lo largo de estos años; llegándose a la situación actual, en la que un pavoroso consenso parece haberse cerrado en torno a la cuestión. Buena prueba de ello la daban recientemente los portavoces de los principales partidos políticos, cuando, en el transcurso de la campaña electoral, se aprestaron a saltar sobre la yugular de Albert Rivera por atreverse a denunciar la «asimetría penal por cuestión de sexo» que se está produciendo en este país.
Como individuo, no puedo sino exigir que se me juzgue por mis propios actos y en igualdad de condiciones con cualquier otro ciudadano, y me sublevo ante la idea de que se me pueda responsabilizar, siquiera tangencialmente, de las acciones de otras personas, compartan o no mi sexo o cualquiera de mis circunstancias. Mientras que como hombre, asisto con estupor al grado de brutalidad que, desde un tiempo a esta parte, y después de determinados acontecimientos luctuosos como los atentados islamistas de Paris o las agresiones multitudinarias a mujeres en diversas ciudades alemanas, está alcanzado el discurso de algunas feministas.
Por más vueltas que le doy, no alcanzo a comprender qué objetivo persiguen quienes así se dedican a sembrar el odio, o en qué modo pueden contribuir con sus palabras a solucionar el problema de la violencia contra las mujeres... Por más vueltas que le doy, sólo puedo concluir que están enfermas, profundamente enfermas.