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AMANDO DE MIGUEL
Después de medio siglo de emborronar cuartillas, el escriba sedente se considera agotado. No es porque el hontanar de ideas baje seco; sigue manando, gracias a Dios. La desazón proviene de la sospecha de estar escribiendo las últimas piezas de mi ajetreada vida. Es una cuestión de resistencia física. Alguna vez tendría que suceder. Si bien se mira, he escrito demasiado.
Esto de la literatura volandera tiene su intríngulis. Nunca se sabe qué pueda interesar a los curiosos lectores. Lo mío no es dejar caer nombres propios, y menos de autores lejanos, como demostración de que los he estudiado. Tampoco, me recreo con chismes, tan típicos del género de las tertulias. Lo que me priva es perseguir la veta que atrae a los lectores informados. Porque lo mío no es, tampoco, dar o comentar las noticias del día. Al final, lo que destilan estas páginas es una especie de aperitivo para excitar la curiosidad. Se trata de la virtud que más falta hace en el espíritu español; no digamos cuando se aplica al gremio escribiente, tan proclive a la imitación.
Los escritos de los diversos géneros que he practicado (sociología, novela, ensayo literario, biografía, articulismo, etc.) me han servido un poco para penetrar en la naturaleza humana organizada. Es lo que llamamos “sociedad”. Puede que la española contemporánea, objeto de mis devaneos, sea bastante peculiar. Una nota positiva es la estudiada simpatía, aunque, a veces, más parece extraversión o condescendencia. Las negativas son más: fundamentalmente, la impuntualidad (no atenerse a lo previsto o prometido), el desagradecimiento o falta de admiración. Por encima de todo, está la envidia. Reconozco que el balance resulta pesimista; pero, el pesimismo es una manifestación de la inteligencia.
Me pongo un poco pesado con las cuestiones referidas al lenguaje, aunque no como gramático o filólogo, sino como aficionado. Los artículos no son buenos o malos. Lo que cuenta es si el autor aprende o no con ellos. Hace mucho tiempo, decidí que escribir significaba penetrar en las misteriosas esencias de las palabras.
Se entenderá, ahora, la verdadera angustia del escriba hierático. Todas las horas hieren un poco; la última mata. Por eso los suizos, gente ordenada, inventaron el reloj mecánico. La clepsidra era, solo, una aproximación.
Tampoco, vayan ustedes a creer que estas parvas prosas vayan a tener efectos taumatúrgicos. Una cosa es cómo salen de mi caletre y otra muy distinta cómo las acoge cada lector con el tamiz de sus prejuicios. Serán muchos los que concluyan que tiendo a repetirme. Es el sesgo inevitable de los profesores. La razón es que todos los años cambia su auditorio. La reiteración es esencial en muchas expresiones artísticas; sobre todo, en la música. Por otro lado, la tarea de un buen enseñante es estar aprendiendo de cutio. Es el contrapunto de la pedagogía. Todo el mundo puede enseñar alguna cosa. Más raro es el gusto por aprender, o, como dicen los mexicanos, “la gusticidad”. Llevo más de tres mil años intentándolo, sentado sobre el suelo con las piernas cruzadas. La silla tardará muchos siglos en generalizarse; al final, convertida en “cátedra”; que no es más que un asiento prestado.
Esto de la literatura volandera tiene su intríngulis. Nunca se sabe qué pueda interesar a los curiosos lectores. Lo mío no es dejar caer nombres propios, y menos de autores lejanos, como demostración de que los he estudiado. Tampoco, me recreo con chismes, tan típicos del género de las tertulias. Lo que me priva es perseguir la veta que atrae a los lectores informados. Porque lo mío no es, tampoco, dar o comentar las noticias del día. Al final, lo que destilan estas páginas es una especie de aperitivo para excitar la curiosidad. Se trata de la virtud que más falta hace en el espíritu español; no digamos cuando se aplica al gremio escribiente, tan proclive a la imitación.
Los escritos de los diversos géneros que he practicado (sociología, novela, ensayo literario, biografía, articulismo, etc.) me han servido un poco para penetrar en la naturaleza humana organizada. Es lo que llamamos “sociedad”. Puede que la española contemporánea, objeto de mis devaneos, sea bastante peculiar. Una nota positiva es la estudiada simpatía, aunque, a veces, más parece extraversión o condescendencia. Las negativas son más: fundamentalmente, la impuntualidad (no atenerse a lo previsto o prometido), el desagradecimiento o falta de admiración. Por encima de todo, está la envidia. Reconozco que el balance resulta pesimista; pero, el pesimismo es una manifestación de la inteligencia.
Me pongo un poco pesado con las cuestiones referidas al lenguaje, aunque no como gramático o filólogo, sino como aficionado. Los artículos no son buenos o malos. Lo que cuenta es si el autor aprende o no con ellos. Hace mucho tiempo, decidí que escribir significaba penetrar en las misteriosas esencias de las palabras.
Se entenderá, ahora, la verdadera angustia del escriba hierático. Todas las horas hieren un poco; la última mata. Por eso los suizos, gente ordenada, inventaron el reloj mecánico. La clepsidra era, solo, una aproximación.
Tampoco, vayan ustedes a creer que estas parvas prosas vayan a tener efectos taumatúrgicos. Una cosa es cómo salen de mi caletre y otra muy distinta cómo las acoge cada lector con el tamiz de sus prejuicios. Serán muchos los que concluyan que tiendo a repetirme. Es el sesgo inevitable de los profesores. La razón es que todos los años cambia su auditorio. La reiteración es esencial en muchas expresiones artísticas; sobre todo, en la música. Por otro lado, la tarea de un buen enseñante es estar aprendiendo de cutio. Es el contrapunto de la pedagogía. Todo el mundo puede enseñar alguna cosa. Más raro es el gusto por aprender, o, como dicen los mexicanos, “la gusticidad”. Llevo más de tres mil años intentándolo, sentado sobre el suelo con las piernas cruzadas. La silla tardará muchos siglos en generalizarse; al final, convertida en “cátedra”; que no es más que un asiento prestado.