Entre 1918 y 1920 la muerte, soberana y omnipresente, reinó en el mundo como pocas veces lo había hecho.
Hospital de San Antón y Tienda Asilo, servicio sanitario y asistencial de primer orden durante la gripe del 1918. [Postal editada por Alberto Martín en 1914 / Col. Enrique F. Bolea] |
ENRIQUE FERNÁNDEZ BOLEA / ALMERÍA HOY / 29·03·2020
Entre 1918 y 1920 la muerte, soberana y omnipresente, reinó en el mundo como pocas veces lo había hecho. Más de 40 millones de personas sucumbieron a la virulencia de una pandemia gripal, a la que le concedieron nuestra nacionalidad. Se conoció así, como “gripe española”, aunque su origen no fue nuestro país.
Pese al tiempo transcurrido y los ríos de tinta que la investigación sobre la enfermedad ha generado desde entonces, aún se desconoce dónde se situó el primer foco de infección: hay quien defiende que comenzó en Francia en 1916, otros que en China –siempre sospechosa– en 1917, pero lo más probable –y así lo mantienen los estudios más sesudos– es que los primeros casos surgieran en la base militar de Fort Riley (Estados Unidos) en marzo de 1918.
¿Por qué, si nada apunta a un origen español, se la denominó “gripe española”? La explicación radica en que los países involucrados en la confrontación bélica que se había apoderado de Europa y una parte del mundo, preocupados por las repercusiones que una información acerca de una enfermedad tan agresiva podía tener sobre su desmoralizada opinión pública, ejercieron la censura más estricta. Solo España, una nación que se mantuvo neutral en aquel conflicto, permitió que su prensa escrita difundiese las primeras noticias, un eco por el que luego tuvo que soportar aquel sambenito.
Pese a no haber sido el epicentro, nuestro país se convirtió en uno de los más castigados, con 8 millones de afectados y más de 300.000 fallecidos. En Cuevas, por las mismas fechas en que se detectan, y se ocultan, los primeros casos norteamericanos, aflora un leve brote de la enfermedad que se extenderá hasta junio del 1918, con tan solo 10 fallecimientos durante esos cuatro meses, es decir, con un nivel de letalidad muy bajo. El calor estival aletargó el virus, de modo que durante los meses de julio y agosto no hubo defunciones por causa de la gripe en la población.
Ahora bien, si alguien creyó, ante aquellas circunstancias favorables, que el riesgo se había esfumado, andaba muy desencaminado. Lo que ocurrió en primavera fue nada más que un aviso de lo que estaba por venir. Menguado el calor, el acechante microorganismo volvió a encontrar su óptimo caldo de cultivo: el 20 de septiembre se detectaron los dos primeros casos de esta segunda oleada, un jornalero de 26 años y un sastre de 19. Porque habría que saber que una de las franjas de edad más golpeadas fue la de los adultos con edad comprendida entre los 20 y los 40 años, debido posiblemente a que no habían estado expuestos al virus de la gripe en su niñez y, en consecuencia, no contaban con inmunidad natural.
A partir de aquel rebrote, como suele ocurrir en estas enfermedades de tipo contagioso, se produjo un incremento exponencial que alcanzó su clímax en los días centrales de octubre, ya que en ese mes se produjeron nada menos que 284 fallecimientos por esta causa. La curva de mortandad inició su trazo descendente a finales de octubre, confirmándose esta tendencia al mes siguiente, cuando las defunciones por gripe se situaron en 46, y principios de diciembre, con solo 4 muertes.
Durante todo el intervalo epidémico el número de invadidos que lograron sanar se situó en 960 personas, mientras que el de defunciones alcanzó la cifra de 341. Es decir, la gripe afectó a 1.300 de los aproximadamente 21.000 habitantes con que contaba el municipio aquel año, un 6% de la población, con una incidencia de letalidad respecto a los que contrajeron la infección en torno a un elevado 20%. En el pleno celebrado el 7 de diciembre, además de anunciar la casi extinción de la epidemia en la localidad, el concejal José Navarro Alarcón quiso realzar la desprendida y humana labor del alcalde Diego Navarro Gómez mientras duró tan profunda crisis de salud pública. Dijo de él que, sin temor al contagio, había visitado a los enfermos, sobre todo a los más humildes, llevándoles alimentos y medicamentos; había acompañado a los médicos hasta las barriadas más alejadas del término para asistir a los enfermos y a las brigadas de desinfección hasta los hogares infectados para verificar estas operaciones. En definitiva, todo el vecindario elogiaba su conducta y esperaba que se le reconociese con la oportuna recompensa moral. [Actas Capitulares, 7 de diciembre de 1918].
Mientras se prolongó, las autoridades municipales adoptaron medidas higiénicas excepcionales, establecieron recomendaciones y se reforzaron servicios como los funerarios, lo que se tradujo en este último caso en un aumento de personal destinado a la apertura de fosas comunes que permitiesen la regularidad de los enterramientos con el fin de evitar los malos olores originados en la descomposición de los cadáveres.
Para entender la magnitud y gravedad de aquella mortandad, habría que tener en cuenta que en el momento culminante de la propagación, entre el 9 y el 13 de octubre, en el cementerio de San Miguel coincidían cada día más de una quincena de entierros. Menuda tragedia.
El Ayuntamiento también alentó la solidaridad de los más favorecidos a través de una eficiente Comisión de Socorros, a la que aportaron donaciones tanto particulares como las principales instituciones, industriales y comerciantes de la localidad: la sociedad Casino, el Sindicato del Desagüe de Sierra Almagrera, el Juzgado de 1ª Instancia, el Municipal, el Puesto de Carabineros, el de la Guardia Civil, el Comercio de Bravo Pascual, el propio Consistorio, etc.
Una parte de estas aportaciones económicas se destinó a la Tienda Asilo, lo que permitió repartir entre los más necesitados raciones alimenticias y carbón con el que calentar los hogares; sirvió igualmente para abastecer el botiquín municipal cuando más lo precisaba y mantener activo el llamado parque de desinfección, encargado de pulverizar con desinfectantes los domicilios de los afectados; y también se dotó con estos fondos a las denominadas cocinas económicas de Villaricos y Herrerías.
El mundo pareció acabar, tal fue el padecimiento que infligió aquella implacable epidemia, pero pese a los 8 millones de infectados y más de 300.000 muertos, 1300 y 341 respectivamente en Cuevas, nos sobrepusimos; y eso que entonces no contábamos ni con los medios ni con las infraestructuras ni con los adelantos de hoy. Aquellos eran otros tiempos, más recios sin duda, menos histéricos y alarmistas.
*Enrique Fernández Bolea es historiador y Cronista oficial de la Ciudad de Cuevas del Almanzora.
Pese al tiempo transcurrido y los ríos de tinta que la investigación sobre la enfermedad ha generado desde entonces, aún se desconoce dónde se situó el primer foco de infección: hay quien defiende que comenzó en Francia en 1916, otros que en China –siempre sospechosa– en 1917, pero lo más probable –y así lo mantienen los estudios más sesudos– es que los primeros casos surgieran en la base militar de Fort Riley (Estados Unidos) en marzo de 1918.
¿Por qué, si nada apunta a un origen español, se la denominó “gripe española”? La explicación radica en que los países involucrados en la confrontación bélica que se había apoderado de Europa y una parte del mundo, preocupados por las repercusiones que una información acerca de una enfermedad tan agresiva podía tener sobre su desmoralizada opinión pública, ejercieron la censura más estricta. Solo España, una nación que se mantuvo neutral en aquel conflicto, permitió que su prensa escrita difundiese las primeras noticias, un eco por el que luego tuvo que soportar aquel sambenito.
Pese a no haber sido el epicentro, nuestro país se convirtió en uno de los más castigados, con 8 millones de afectados y más de 300.000 fallecidos. En Cuevas, por las mismas fechas en que se detectan, y se ocultan, los primeros casos norteamericanos, aflora un leve brote de la enfermedad que se extenderá hasta junio del 1918, con tan solo 10 fallecimientos durante esos cuatro meses, es decir, con un nivel de letalidad muy bajo. El calor estival aletargó el virus, de modo que durante los meses de julio y agosto no hubo defunciones por causa de la gripe en la población.
Ahora bien, si alguien creyó, ante aquellas circunstancias favorables, que el riesgo se había esfumado, andaba muy desencaminado. Lo que ocurrió en primavera fue nada más que un aviso de lo que estaba por venir. Menguado el calor, el acechante microorganismo volvió a encontrar su óptimo caldo de cultivo: el 20 de septiembre se detectaron los dos primeros casos de esta segunda oleada, un jornalero de 26 años y un sastre de 19. Porque habría que saber que una de las franjas de edad más golpeadas fue la de los adultos con edad comprendida entre los 20 y los 40 años, debido posiblemente a que no habían estado expuestos al virus de la gripe en su niñez y, en consecuencia, no contaban con inmunidad natural.
A partir de aquel rebrote, como suele ocurrir en estas enfermedades de tipo contagioso, se produjo un incremento exponencial que alcanzó su clímax en los días centrales de octubre, ya que en ese mes se produjeron nada menos que 284 fallecimientos por esta causa. La curva de mortandad inició su trazo descendente a finales de octubre, confirmándose esta tendencia al mes siguiente, cuando las defunciones por gripe se situaron en 46, y principios de diciembre, con solo 4 muertes.
Durante todo el intervalo epidémico el número de invadidos que lograron sanar se situó en 960 personas, mientras que el de defunciones alcanzó la cifra de 341. Es decir, la gripe afectó a 1.300 de los aproximadamente 21.000 habitantes con que contaba el municipio aquel año, un 6% de la población, con una incidencia de letalidad respecto a los que contrajeron la infección en torno a un elevado 20%. En el pleno celebrado el 7 de diciembre, además de anunciar la casi extinción de la epidemia en la localidad, el concejal José Navarro Alarcón quiso realzar la desprendida y humana labor del alcalde Diego Navarro Gómez mientras duró tan profunda crisis de salud pública. Dijo de él que, sin temor al contagio, había visitado a los enfermos, sobre todo a los más humildes, llevándoles alimentos y medicamentos; había acompañado a los médicos hasta las barriadas más alejadas del término para asistir a los enfermos y a las brigadas de desinfección hasta los hogares infectados para verificar estas operaciones. En definitiva, todo el vecindario elogiaba su conducta y esperaba que se le reconociese con la oportuna recompensa moral. [Actas Capitulares, 7 de diciembre de 1918].
Mientras se prolongó, las autoridades municipales adoptaron medidas higiénicas excepcionales, establecieron recomendaciones y se reforzaron servicios como los funerarios, lo que se tradujo en este último caso en un aumento de personal destinado a la apertura de fosas comunes que permitiesen la regularidad de los enterramientos con el fin de evitar los malos olores originados en la descomposición de los cadáveres.
Para entender la magnitud y gravedad de aquella mortandad, habría que tener en cuenta que en el momento culminante de la propagación, entre el 9 y el 13 de octubre, en el cementerio de San Miguel coincidían cada día más de una quincena de entierros. Menuda tragedia.
El Ayuntamiento también alentó la solidaridad de los más favorecidos a través de una eficiente Comisión de Socorros, a la que aportaron donaciones tanto particulares como las principales instituciones, industriales y comerciantes de la localidad: la sociedad Casino, el Sindicato del Desagüe de Sierra Almagrera, el Juzgado de 1ª Instancia, el Municipal, el Puesto de Carabineros, el de la Guardia Civil, el Comercio de Bravo Pascual, el propio Consistorio, etc.
Una parte de estas aportaciones económicas se destinó a la Tienda Asilo, lo que permitió repartir entre los más necesitados raciones alimenticias y carbón con el que calentar los hogares; sirvió igualmente para abastecer el botiquín municipal cuando más lo precisaba y mantener activo el llamado parque de desinfección, encargado de pulverizar con desinfectantes los domicilios de los afectados; y también se dotó con estos fondos a las denominadas cocinas económicas de Villaricos y Herrerías.
El mundo pareció acabar, tal fue el padecimiento que infligió aquella implacable epidemia, pero pese a los 8 millones de infectados y más de 300.000 muertos, 1300 y 341 respectivamente en Cuevas, nos sobrepusimos; y eso que entonces no contábamos ni con los medios ni con las infraestructuras ni con los adelantos de hoy. Aquellos eran otros tiempos, más recios sin duda, menos histéricos y alarmistas.
*Enrique Fernández Bolea es historiador y Cronista oficial de la Ciudad de Cuevas del Almanzora.