The New York Times dedicó hace tres años dos extensos reportajes a las secuelas que el incidente de las bombas de Palomares dejó entre los soldados estadounidenses. ALMERÍA HOY estima oportuno reproducir íntegramente ambos artículos. A continuación, el primero de ellos
ALMERÍA HOY / 12·05·2019
En 1966, un bombardero B-52 que patrullaba los cielos durante la Guerra Fría nuclear, explotó sobre España liberando cuatro bombas de hidrógeno. Cincuenta años más tarde, veteranos de la Fuerza Aérea que participaron en la limpieza están enfermos y quieren un reconocimiento.
Las alarmas sonaron en las bases que la Fuerza Aérea de los Estados Unidos tenía en España y los oficiales movilizaron todas las tropas disponibles de bajo rango subiéndolas a autobuses para participar en una misión secreta. Había cocineros, empleados de supermercados e incluso músicos de la banda del ejército. Era una noche de invierno en 1966.
Horas antes, un bombardero B-52 cargado con armas nucleares había chocado con un avión de abastecimiento de combustible sobre los cielos de la costa española, liberando cuatro bombas de hidrógeno que cayeron sobre un pueblo agrícola llamado Palomares; un mosaico de pequeños campos y casas blancas con techos de tejas, situado en una esquina poco conocida de la costa abrupta del sur de España. Palomares no había cambiado mucho desde los tiempos romanos.
Fue uno de los mayores accidentes nucleares de la historia. Los Estados Unidos quería una limpieza rápida y silenciosa. Pero a los soldados que viajaban en autobús hasta Palomares no se les dijo nada sobre la tarea que se les iba a encomendar: limpiar el material radiactivo esparcido sobre el suelo de Palomares. Para ellos, aquello era una misión rutinaria.
"No se habló sobre la radiación o el plutonio", cuenta Frank B. Thompson, un trombonista que tenía entonces 22 años de edad, que pasó días buscando restos en los campos contaminados sin equipo de protección y con la misma ropa. "Nos dijeron que era seguro, y yo fui lo suficientemente tonto como para creerles".
El Sr. Thompson, que hoy tiene 72 años, padece cáncer de hígado, pulmón y riñón. Paga 2.200 dólares al mes (1.900 euros) por su tratamiento. Sería gratis en un Hospital de Veteranos si la Fuerza Aérea le reconociera como víctima de la radiación. Pero desde hace 50 años, el Pentágono ha mantenido que no hubo contaminación maligna en el lugar del accidente. Se dice que el peligro fue eliminado gracias a las estrictas medidas de seguridad empleadas y que el ejército se aseguró de que los 1.600 soldados que participaron en la operación estaban protegidos.
Pero las entrevistas a docenas de hombres como el Sr. Thompson y los detalles de los documentos desclasificados, y nunca antes publicados, cuentan una historia diferente. La radiación en las cercanías de las bombas era tan alta que los equipos de vigilancia militares registraron cifras que superaban la escala de medidas de los contadores Geiger. La tropas pasaron meses pateando polvos tóxicos sin más protección que la ropa de faena; simple algodón. Pese a todo, cuando se examinaba a los soldados y se clarificaba que portaban contaminación de plutonio altamente alarmante, la Fuerza Aérea zanjó el asunto asegurando que las mediciones eran "poco realistas".
En las décadas que siguieron, la Fuerza Aérea ha mantenido a propósito los resultados de las pruebas de radiación fuera de las historias clínicas de los soldados, negando cualquier posibilidad de contaminación, incluso cuando los estudios que demostraban lo contrario provenían de las propias Fuerzas Aéreas.
Muchos de aquellos veteranos sufren hoy los efectos paralizantes de la intoxicación por plutonio. The New York Times ha podido contactar con 40 militares –o sus familias- que estuvieron en Palomares, 21 padecen cáncer. De hecho, nueve han muerto a causa de esta enfermedad. Pese a ello, es imposible relacionar los cánceres individuales con una sola exposición a la radiación, la que sufrieron aquellos hombres en 1966, porque la versión oficial no deja espacio para ninguna otra. La única evidencia es la experiencia que han contado algunos veteranos a sus amigos mientras veían cómo se marchitaban sus vidas.
"John Young, muerto de cáncer ... Dudley Easton, cáncer ... Furmanksi, cáncer", cuenta Larry L. Slone, de 76 años, en una entrevista, a cuyas preguntas responde mientras sufre temblores causados por un trastorno neurológico.
El Sr. Slone, un oficial de la policía militar, dijo que en el lugar del accidente se le dio una bolsa de plástico y se le mandó a recoger fragmentos radiactivos con sus propias manos. "Un par de veces me revisaron con un contador Geiger y aquello se disparó fuera de la escala. Pero nunca anotaron mi nombre, nunca me hicieron un seguimiento".
El seguimiento de la población en España también ha sido fortuito, documentos desclasificados lo demuestran. Los Estados Unidos se comprometió a pagar un programa de salud pública para controlar los efectos a largo plazo de la radiación, pero la financiación proporcionada durante décadas fue escasa. Hasta los 80, a menudo los científicos españoles practicaban las pruebas a los palomareños con un equipo roto y anticuado. Carecían de los recursos para el seguimiento de consecuencias potenciales, incluyendo las muertes por leucemia en los niños. Hoy en día, varias zonas cercadas siguen contaminadas y el efecto sobre la salud de los habitantes a largo plazo no se conoce bien.
Muchos de los estadounidenses que estuvieron limpiando los restos de las bombas tratan de obtener la cobertura médica completa y una compensación por discapacidad. Pero el departamento se basa en los registros de la Fuerza Aérea, y dado que esos registros mantienen que nadie sufrió daños en Palomares, el organismo rechaza las peticiones una y otra vez.
La Fuerza Aérea también niega cualquier daño en otros 500 veteranos que limpiaron un accidente casi idéntico en Thule, Groenlandia, en 1968. Algunos de esos soldados trataron de demandar al Departamento de Defensa en 1995, pero el caso fue desestimado porque la ley federal protege a los militares a partir de las denuncias por negligencia de las tropas. Hoy en día, todos los que interpusieron reclamación han muerto de cáncer.
En un reciente comunicado, el Servicio Médico de la Fuerza Aérea aseguró que había usado modernas técnicas para volver a evaluar las consecuencias de la radiación en los veteranos que limpiaron Palomares. Su conclusión es que "no se han observado efectos agudos adversos” y que “los riesgos a largo plazo de sufrir cáncer en los huesos, el hígado y los pulmones eran bajos”.
Las secuelas tóxicas de la guerra son, a menudo, difíciles de establecer. Es complicado cuantificar el daño y casi imposible relacionarlo con problemas posteriores de salud. Reconociendo esto, en el pasado el Congreso ha aprobado leyes para conceder ayudas y atención de forma automática a los veteranos que se han visto expuestos, entre otros, al Agente Naranja en Vietnam –un herbicida usado en la guerra química- o las pruebas atómicas en Nevada. Pero esta ley no se aplica a los hombres que limpiaron Palomares.
Si los soldados pudieran demostrar que fueron perjudicados por la radiación, tendrían cubiertos todos los costes médicos y recibirían una modesta pensión por invalidez. Pero la prueba de los efectos de una misión secreta desarrollada hace décadas para limpiar un veneno invisible, resulta difícil de descubrir. Así que cada vez que los veteranos reivindican atención, la Fuerza Aérea dice que no hubo daños y rechaza las peticiones.
"Primero me niegan, incluso, que yo estuve allí, y luego niegan también que hubiera algún tipo de radiación", relata Ronald R. Howell, de 71 años, que recientemente tuvo un tumor cerebral que le ha sido extirpado. "Presento una reclamación, y me la niegan. Presento recurso, y me lo rechazan. Ya no me queda ninguna posibilidad de apelar". Ronald suspira y continúa: "muy pronto todos estaremos muertos y habrán logrado tapar toda esta historia".
EL DÍA EN QUE CAYERON LAS BOMBAS
Un agente de la policía militar de 23 años de edad, John H. Garman, llegó en helicóptero al lugar del accidente el 17 de enero de 1966, pocas horas después de producirse el suceso.
"Fue un caos", dijo en una entrevista en su casa en Pahrump (Nevada). Garman, que tiene ahora 74 años, recuerda que "había restos por todo el pueblo. Una gran parte del avión había caído sobre el patio de la escuela”.
El joven John H. Garman fue uno de los primeros en llegar a Palomares y se unió a media docena de otros compañeros a la búsqueda de las cuatro bombas nucleares. Una había golpeado contra un banco de arena cerca de la playa, y a pesar de sufrir serias abolladuras, estaba intacta. Otro había caído en el mar, donde se encontró dos meses más tarde después de una batida frenética.
Los otros dos artefactos impactaron con fuerza y reventaron ocasionando cráteres del tamaño de una casa a cada lado. Así lo describe un informe secreto de la Comisión de Energía Atómica que han sido desclasificados. Las medidas de seguridad de las propias bombas evitaron detonaciones nucleares, pero los explosivos que rodean los núcleos radiactivos esparcieron un polvo fino de plutonio sobre un mosaico de casas y campos llenos de tomates maduros.
Una multitud de vecinos llevó el Sr. Garman a los cráteres cubiertos de plutonio. Bajó la mirada y vio los restos del avión destrozado sin saber qué hacer. "En ese momento no teníamos ningún detector de radiación, así que no sabíamos si estábamos en peligro. Simplemente nos quedamos allí mirando el profundo hoyo".
Científicos de la Comisión de Energía Atómica llegaron pronto y despojaron de su ropa al Sr. Garman porque estaba contaminada, al tiempo que le tranquilizaban asegurándole de que no le iba a pasar nada. Doce años más tarde, se le detectó un cáncer de vejiga.
El plutonio no emite el tipo de radiación que penetra la ropa y la piel, asociada a menudo con las explosiones nucleares y que provoca inmediatos y obvios efectos en la salud, tales como quemaduras. La radiación del plutonio se dispara en forma de partículas alfa que se expanden sólo unos pocos centímetros y no pueden penetrar la piel. Fuera del cuerpo, dicen los científicos, es relativamente inofensivo, pero absorbido, generalmente a través de la inhalación, lanzan una lluvia continua de partículas radiactivos miles de veces por minuto, generando gradualmente el daño que puede desencadenar cáncer y/u otras enfermedades décadas más tarde. Un microgramo de plutonio en el interior del cuerpo se considera potencialmente dañino. Según documentos desclasificados de la Comisión de Energía Atómica, las bombas en Palomares liberaron más de tres kilos de plutonio -más de 3 mil millones de microgramos-.
El día después del accidente, autobuses llenos de soldados que habían partido de bases de Estados Unidos en España comenzaron a llegar trayendo consigo equipos detectores de radiación. William Jackson, un joven teniente de la Fuerza Aérea, ayudó con algunas de las primeras pruebas realizadas en las cercanías de los cráteres, usando un contador de mano de partículas alfa que podía medir hasta dos millones por minuto.
"El contador marcó en casi todas partes la lectura más alta. Pero nos dijeron que este tipo de radiación no penetraba en la piel y que no había riesgo", recuerda Jackson.
El Pentágono se centró en la búsqueda de la bomba perdida en el mar ignorando el peligro de plutonio esparcido en tierra, señala uno de los miembros de la Fuerza Aérea presentes en el lugar. Las tropas deambulaban innecesariamente a través de los campos de tomate altamente contaminados sin ningún equipo de seguridad. En los primeros días, muchos se quedaban boquiabiertos mirando las bombas destrozadas. "Una vez fui a ver a los soldados y los encontré sentados con sus piernas colgando en el cráter. Allí estaban comiendo sus almuerzos de lata", relata el entonces teniente William Jackson.
Las historias del accidente se convirtieron en noticia de primera plana en Europa y los Estados Unidos. Los funcionarios estadounidenses y españoles trataron de inmediato de encubrir el accidente y minimizar el riesgo. Cercaron el pueblo y se negó que las armas nucleares y la radiación formaban parte del suceso. Cuando un reportero estadounidense vio hombres vestidos con batas blancas, un oficial de prensa militar le dijo: "Oh, son miembros del destacamento postal".
Un mes después del accidente, cuando se filtró la existencia de las bombas, Estados Unidos admitió que uno de los artefactos -no dos- se había "roto", añadiendo que sólo se había liberado “una pequeña cantidad de radiación básicamente inofensiva”.
Hoy en día un hecho similar sería calificado como ‘bombas sucias’ y probablemente conllevaría evacuaciones. En aquel momento, con el fin de minimizar la importancia de la explosión, la Fuerza Aérea dejó que los aldeanos permanecieran en el lugar.
Los funcionarios invitaron a los medios de comunicación para presenciar el baño del ministro de Información, Manuel Fraga Iribarne, y el embajador de Estados Unidos, Angier Biddle Duke, salpicando el agua en una playa cercana para mostrar que la zona era segura. Duke comentó a la prensa, "si esta es la radiactividad, me encanta".
UNA LIMPIEZA RÁPIDA
Ante el temor de que el episodio de las bombas pudieran afectar al turismo, España insistió en que aquello fuese limpiado antes del verano.
En cuestión de días, las tropas recorrieron los campos de tomates contaminados cortando todo con machetes. Aunque los científicos sabían que el mayor peligro radicaba en la limpieza del polvo de plutonio, los comandantes militares mantenían a las tropas llenando miles de bidones y cargándolos en camiones, y triturando las plantas en las máquinas de astillado. Luego quemaron muchos de los restos cerca del pueblo.
A algunos hombres que hacían el trabajo más peligroso rodeados de polvo contaminado se les trató de aislar con batas y máscaras quirúrgicas de papel, pero un informe posterior de la Agencia de Defensa Nuclear señaló: "Es dudoso que una máscara quirúrgica sirva para algo más que una barrera psicológica".
"Si las usaron para que psicológicamente se sintieran protegidos no fue más que por el gusto de hacerlo", aclaró el principal asesor científico norteamericano en Palomares, el Dr. H. Wright Langham. Langham dijo a sus colegas de Energía Atómica durante una conferencia secreta: "Las mascarillas y batas de papel no servían de protección, pero si los soldados se sentían protegidos ¿por qué no dejar que las usaran?"
Ahondando sobre las medidas de seguridad durante las tareas de limpieza, el Dr. Langham, que es quizás más conocido por su papel en experimentos secretos en los que inyectó plutonio a algunos pacientes hospitalizados en los Estados Unidos, sin que ellos lo supieran, confesó a sus colegas: "La mayoría de las veces difícilmente se podría cumplir con las normas de los manuales de protección radiológica”.
"Desayuno, almuerzo y cena. Nos proporcionaban alimentos hasta que enfermábamos", lamenta Wayne Hugart, de 74 años, que era uno de los oficiales de la policía militar enviado a Palomares. "No paraban de decir que no había nada malo en ellos".
En total, la Fuerza Aérea cortó 600 acres de cultivos y horadaron la tierra contaminada. Las tropas recogieron 5.300 barriles de suelo de las zonas más radiactivas, cerca de los cráteres, y se cargaban los barriles en los barcos para ser enterrados en un lugar de almacenamiento de residuos nucleares en Carolina del Sur.
Las autoridades españolas y estadounidenses aseguraron a los aldeanos que no tenían nada que temer. Los habitantes del pueblo, acostumbrados a vivir en una dictadura, apenas protestaron. "Incluso si algunas personas hubieran querido saber más, Franco era el gobernante, por lo que todo el mundo estaba demasiado asustado para preguntar cualquier cosa", cuenta Antonio Latorre, un vecino que ahora tiene 78 años.
Para garantizar a los palomareños que sus hogares eran seguros, la Fuerza Aérea envió jóvenes aviadores a las casas con detectores de radiación. Peter M. Ricard, un cocinero de 20 años de edad, sin ninguna formación y carente de una mínima experiencia en la medición de radioactividad, recuerda que le ordenaron realizar mediciones de cualquier cosa que le pidieran los vecinos, pero debía mantener el detector apagado. "Estábamos allí para fingir lecturas y evitar así disturbios", dijo en una entrevista. "A menudo pienso en eso ahora. Yo no era demasiado espabilado entonces. Me decían que había que hacerlo y yo respondía: ‘Sí, señor’".
PRUEBAS DE ORINA
Durante la limpieza, un equipo médico reunió más de 1.500 muestras de orina de los grupos de limpieza para calcular la cantidad de plutonio que estaban absorbiendo. Cuanto mayor fuese el nivel de plutonio en las muestras, mayor sería el riesgo para la salud.
Los resultados de los análisis siguen siendo, quizás, el mejor argumento para el gobierno sobre lo bien que se realizó la limpieza. Muestran que aproximadamente 10 hombres absorbieron más plutonio de la dosis considerada segura, y que los restantes 1.500 soldados desplazados no sufrió ningún daño. La Fuerza Aérea se basa hoy en estos resultados para garantizar que no hubo consecuencias por la radiación. Pero quienes se sometieron a las pruebas replican que los resultados son profundamente defectuosos y de poca utilidad para determinar el peligro al que fueron expuestos.
"¿Seguimos el protocolo? Claro que no. No tuvimos ni el tiempo ni el equipo", destaca Victor B. Skaar, de 79 años, que trabajó en el equipo de analistas. La fórmula para determinar el nivel de contaminación requiere la recogida de orina durante 12 horas seguidas, pero Victor B. Skaar reconoce que sólo era capaz de obtener una única muestra de muchos hombres. Y otros, añadió, nunca fueron examinados.
Skaar envió muestras al jefe de los ensayos de radiación, el Dr. Lawrence T. Odland, quien observó resultados alarmantes. Odland decidió entonces que los niveles extremos de plutonio detectados en las personas no indicaban una verdadera amenaza para la salud, porque estaban causados por el plutonio suelto en el campo que sólo contaminó las manos de los hombres y su ropa. Descartó, en definitiva, unas 1.000 muestras -67 por ciento de los resultados- incluyendo todas las efectuadas los primeros días tras el accidente, cuando la exposición era probablemente más alta.
Ahora, con 94 años de edad y viviendo en una casa laberíntica de estilo victoriano en Hillsboro, Ohio, donde una foto de Groenlandia cuelga en su sala, el Dr. Odland cuestiona aquella decisión. "No teníamos manera de saber qué provenía del ambiente contaminado y qué de la inhalación", expone. "¿Era el fin del mundo o iba todo bien? Eso era lo que yo tenía que decidir".
Odland expresó que nunca obtuvo resultados precisos en cientos de hombres que podían haber sido contaminados. Además, pronto se dio cuenta de que el plutonio alojado en los pulmones no se podía detectar en la orina, y aquellos soldados que daban resultados limpios podían estar contaminados.
"Es triste, se lo aseguro, es triste -lamenta Odland-, pero ¿qué se puede hacer? No se puede quitar el plutonio; usted no puede curar el cáncer. Todo lo que se puede hacer es inclinar la cabeza y decir lo siento".
Continuará.
Las alarmas sonaron en las bases que la Fuerza Aérea de los Estados Unidos tenía en España y los oficiales movilizaron todas las tropas disponibles de bajo rango subiéndolas a autobuses para participar en una misión secreta. Había cocineros, empleados de supermercados e incluso músicos de la banda del ejército. Era una noche de invierno en 1966.
Horas antes, un bombardero B-52 cargado con armas nucleares había chocado con un avión de abastecimiento de combustible sobre los cielos de la costa española, liberando cuatro bombas de hidrógeno que cayeron sobre un pueblo agrícola llamado Palomares; un mosaico de pequeños campos y casas blancas con techos de tejas, situado en una esquina poco conocida de la costa abrupta del sur de España. Palomares no había cambiado mucho desde los tiempos romanos.
Fue uno de los mayores accidentes nucleares de la historia. Los Estados Unidos quería una limpieza rápida y silenciosa. Pero a los soldados que viajaban en autobús hasta Palomares no se les dijo nada sobre la tarea que se les iba a encomendar: limpiar el material radiactivo esparcido sobre el suelo de Palomares. Para ellos, aquello era una misión rutinaria.
"No se habló sobre la radiación o el plutonio", cuenta Frank B. Thompson, un trombonista que tenía entonces 22 años de edad, que pasó días buscando restos en los campos contaminados sin equipo de protección y con la misma ropa. "Nos dijeron que era seguro, y yo fui lo suficientemente tonto como para creerles".
El Sr. Thompson, que hoy tiene 72 años, padece cáncer de hígado, pulmón y riñón. Paga 2.200 dólares al mes (1.900 euros) por su tratamiento. Sería gratis en un Hospital de Veteranos si la Fuerza Aérea le reconociera como víctima de la radiación. Pero desde hace 50 años, el Pentágono ha mantenido que no hubo contaminación maligna en el lugar del accidente. Se dice que el peligro fue eliminado gracias a las estrictas medidas de seguridad empleadas y que el ejército se aseguró de que los 1.600 soldados que participaron en la operación estaban protegidos.
Pero las entrevistas a docenas de hombres como el Sr. Thompson y los detalles de los documentos desclasificados, y nunca antes publicados, cuentan una historia diferente. La radiación en las cercanías de las bombas era tan alta que los equipos de vigilancia militares registraron cifras que superaban la escala de medidas de los contadores Geiger. La tropas pasaron meses pateando polvos tóxicos sin más protección que la ropa de faena; simple algodón. Pese a todo, cuando se examinaba a los soldados y se clarificaba que portaban contaminación de plutonio altamente alarmante, la Fuerza Aérea zanjó el asunto asegurando que las mediciones eran "poco realistas".
En las décadas que siguieron, la Fuerza Aérea ha mantenido a propósito los resultados de las pruebas de radiación fuera de las historias clínicas de los soldados, negando cualquier posibilidad de contaminación, incluso cuando los estudios que demostraban lo contrario provenían de las propias Fuerzas Aéreas.
Muchos de aquellos veteranos sufren hoy los efectos paralizantes de la intoxicación por plutonio. The New York Times ha podido contactar con 40 militares –o sus familias- que estuvieron en Palomares, 21 padecen cáncer. De hecho, nueve han muerto a causa de esta enfermedad. Pese a ello, es imposible relacionar los cánceres individuales con una sola exposición a la radiación, la que sufrieron aquellos hombres en 1966, porque la versión oficial no deja espacio para ninguna otra. La única evidencia es la experiencia que han contado algunos veteranos a sus amigos mientras veían cómo se marchitaban sus vidas.
"John Young, muerto de cáncer ... Dudley Easton, cáncer ... Furmanksi, cáncer", cuenta Larry L. Slone, de 76 años, en una entrevista, a cuyas preguntas responde mientras sufre temblores causados por un trastorno neurológico.
El Sr. Slone, un oficial de la policía militar, dijo que en el lugar del accidente se le dio una bolsa de plástico y se le mandó a recoger fragmentos radiactivos con sus propias manos. "Un par de veces me revisaron con un contador Geiger y aquello se disparó fuera de la escala. Pero nunca anotaron mi nombre, nunca me hicieron un seguimiento".
El seguimiento de la población en España también ha sido fortuito, documentos desclasificados lo demuestran. Los Estados Unidos se comprometió a pagar un programa de salud pública para controlar los efectos a largo plazo de la radiación, pero la financiación proporcionada durante décadas fue escasa. Hasta los 80, a menudo los científicos españoles practicaban las pruebas a los palomareños con un equipo roto y anticuado. Carecían de los recursos para el seguimiento de consecuencias potenciales, incluyendo las muertes por leucemia en los niños. Hoy en día, varias zonas cercadas siguen contaminadas y el efecto sobre la salud de los habitantes a largo plazo no se conoce bien.
Muchos de los estadounidenses que estuvieron limpiando los restos de las bombas tratan de obtener la cobertura médica completa y una compensación por discapacidad. Pero el departamento se basa en los registros de la Fuerza Aérea, y dado que esos registros mantienen que nadie sufrió daños en Palomares, el organismo rechaza las peticiones una y otra vez.
La Fuerza Aérea también niega cualquier daño en otros 500 veteranos que limpiaron un accidente casi idéntico en Thule, Groenlandia, en 1968. Algunos de esos soldados trataron de demandar al Departamento de Defensa en 1995, pero el caso fue desestimado porque la ley federal protege a los militares a partir de las denuncias por negligencia de las tropas. Hoy en día, todos los que interpusieron reclamación han muerto de cáncer.
En un reciente comunicado, el Servicio Médico de la Fuerza Aérea aseguró que había usado modernas técnicas para volver a evaluar las consecuencias de la radiación en los veteranos que limpiaron Palomares. Su conclusión es que "no se han observado efectos agudos adversos” y que “los riesgos a largo plazo de sufrir cáncer en los huesos, el hígado y los pulmones eran bajos”.
Las secuelas tóxicas de la guerra son, a menudo, difíciles de establecer. Es complicado cuantificar el daño y casi imposible relacionarlo con problemas posteriores de salud. Reconociendo esto, en el pasado el Congreso ha aprobado leyes para conceder ayudas y atención de forma automática a los veteranos que se han visto expuestos, entre otros, al Agente Naranja en Vietnam –un herbicida usado en la guerra química- o las pruebas atómicas en Nevada. Pero esta ley no se aplica a los hombres que limpiaron Palomares.
Si los soldados pudieran demostrar que fueron perjudicados por la radiación, tendrían cubiertos todos los costes médicos y recibirían una modesta pensión por invalidez. Pero la prueba de los efectos de una misión secreta desarrollada hace décadas para limpiar un veneno invisible, resulta difícil de descubrir. Así que cada vez que los veteranos reivindican atención, la Fuerza Aérea dice que no hubo daños y rechaza las peticiones.
"Primero me niegan, incluso, que yo estuve allí, y luego niegan también que hubiera algún tipo de radiación", relata Ronald R. Howell, de 71 años, que recientemente tuvo un tumor cerebral que le ha sido extirpado. "Presento una reclamación, y me la niegan. Presento recurso, y me lo rechazan. Ya no me queda ninguna posibilidad de apelar". Ronald suspira y continúa: "muy pronto todos estaremos muertos y habrán logrado tapar toda esta historia".
EL DÍA EN QUE CAYERON LAS BOMBAS
Un agente de la policía militar de 23 años de edad, John H. Garman, llegó en helicóptero al lugar del accidente el 17 de enero de 1966, pocas horas después de producirse el suceso.
"Fue un caos", dijo en una entrevista en su casa en Pahrump (Nevada). Garman, que tiene ahora 74 años, recuerda que "había restos por todo el pueblo. Una gran parte del avión había caído sobre el patio de la escuela”.
El joven John H. Garman fue uno de los primeros en llegar a Palomares y se unió a media docena de otros compañeros a la búsqueda de las cuatro bombas nucleares. Una había golpeado contra un banco de arena cerca de la playa, y a pesar de sufrir serias abolladuras, estaba intacta. Otro había caído en el mar, donde se encontró dos meses más tarde después de una batida frenética.
Los otros dos artefactos impactaron con fuerza y reventaron ocasionando cráteres del tamaño de una casa a cada lado. Así lo describe un informe secreto de la Comisión de Energía Atómica que han sido desclasificados. Las medidas de seguridad de las propias bombas evitaron detonaciones nucleares, pero los explosivos que rodean los núcleos radiactivos esparcieron un polvo fino de plutonio sobre un mosaico de casas y campos llenos de tomates maduros.
Una multitud de vecinos llevó el Sr. Garman a los cráteres cubiertos de plutonio. Bajó la mirada y vio los restos del avión destrozado sin saber qué hacer. "En ese momento no teníamos ningún detector de radiación, así que no sabíamos si estábamos en peligro. Simplemente nos quedamos allí mirando el profundo hoyo".
Científicos de la Comisión de Energía Atómica llegaron pronto y despojaron de su ropa al Sr. Garman porque estaba contaminada, al tiempo que le tranquilizaban asegurándole de que no le iba a pasar nada. Doce años más tarde, se le detectó un cáncer de vejiga.
El plutonio no emite el tipo de radiación que penetra la ropa y la piel, asociada a menudo con las explosiones nucleares y que provoca inmediatos y obvios efectos en la salud, tales como quemaduras. La radiación del plutonio se dispara en forma de partículas alfa que se expanden sólo unos pocos centímetros y no pueden penetrar la piel. Fuera del cuerpo, dicen los científicos, es relativamente inofensivo, pero absorbido, generalmente a través de la inhalación, lanzan una lluvia continua de partículas radiactivos miles de veces por minuto, generando gradualmente el daño que puede desencadenar cáncer y/u otras enfermedades décadas más tarde. Un microgramo de plutonio en el interior del cuerpo se considera potencialmente dañino. Según documentos desclasificados de la Comisión de Energía Atómica, las bombas en Palomares liberaron más de tres kilos de plutonio -más de 3 mil millones de microgramos-.
El día después del accidente, autobuses llenos de soldados que habían partido de bases de Estados Unidos en España comenzaron a llegar trayendo consigo equipos detectores de radiación. William Jackson, un joven teniente de la Fuerza Aérea, ayudó con algunas de las primeras pruebas realizadas en las cercanías de los cráteres, usando un contador de mano de partículas alfa que podía medir hasta dos millones por minuto.
"El contador marcó en casi todas partes la lectura más alta. Pero nos dijeron que este tipo de radiación no penetraba en la piel y que no había riesgo", recuerda Jackson.
El Pentágono se centró en la búsqueda de la bomba perdida en el mar ignorando el peligro de plutonio esparcido en tierra, señala uno de los miembros de la Fuerza Aérea presentes en el lugar. Las tropas deambulaban innecesariamente a través de los campos de tomate altamente contaminados sin ningún equipo de seguridad. En los primeros días, muchos se quedaban boquiabiertos mirando las bombas destrozadas. "Una vez fui a ver a los soldados y los encontré sentados con sus piernas colgando en el cráter. Allí estaban comiendo sus almuerzos de lata", relata el entonces teniente William Jackson.
Las historias del accidente se convirtieron en noticia de primera plana en Europa y los Estados Unidos. Los funcionarios estadounidenses y españoles trataron de inmediato de encubrir el accidente y minimizar el riesgo. Cercaron el pueblo y se negó que las armas nucleares y la radiación formaban parte del suceso. Cuando un reportero estadounidense vio hombres vestidos con batas blancas, un oficial de prensa militar le dijo: "Oh, son miembros del destacamento postal".
Un mes después del accidente, cuando se filtró la existencia de las bombas, Estados Unidos admitió que uno de los artefactos -no dos- se había "roto", añadiendo que sólo se había liberado “una pequeña cantidad de radiación básicamente inofensiva”.
Hoy en día un hecho similar sería calificado como ‘bombas sucias’ y probablemente conllevaría evacuaciones. En aquel momento, con el fin de minimizar la importancia de la explosión, la Fuerza Aérea dejó que los aldeanos permanecieran en el lugar.
Los funcionarios invitaron a los medios de comunicación para presenciar el baño del ministro de Información, Manuel Fraga Iribarne, y el embajador de Estados Unidos, Angier Biddle Duke, salpicando el agua en una playa cercana para mostrar que la zona era segura. Duke comentó a la prensa, "si esta es la radiactividad, me encanta".
UNA LIMPIEZA RÁPIDA
Ante el temor de que el episodio de las bombas pudieran afectar al turismo, España insistió en que aquello fuese limpiado antes del verano.
En cuestión de días, las tropas recorrieron los campos de tomates contaminados cortando todo con machetes. Aunque los científicos sabían que el mayor peligro radicaba en la limpieza del polvo de plutonio, los comandantes militares mantenían a las tropas llenando miles de bidones y cargándolos en camiones, y triturando las plantas en las máquinas de astillado. Luego quemaron muchos de los restos cerca del pueblo.
A algunos hombres que hacían el trabajo más peligroso rodeados de polvo contaminado se les trató de aislar con batas y máscaras quirúrgicas de papel, pero un informe posterior de la Agencia de Defensa Nuclear señaló: "Es dudoso que una máscara quirúrgica sirva para algo más que una barrera psicológica".
"Si las usaron para que psicológicamente se sintieran protegidos no fue más que por el gusto de hacerlo", aclaró el principal asesor científico norteamericano en Palomares, el Dr. H. Wright Langham. Langham dijo a sus colegas de Energía Atómica durante una conferencia secreta: "Las mascarillas y batas de papel no servían de protección, pero si los soldados se sentían protegidos ¿por qué no dejar que las usaran?"
Ahondando sobre las medidas de seguridad durante las tareas de limpieza, el Dr. Langham, que es quizás más conocido por su papel en experimentos secretos en los que inyectó plutonio a algunos pacientes hospitalizados en los Estados Unidos, sin que ellos lo supieran, confesó a sus colegas: "La mayoría de las veces difícilmente se podría cumplir con las normas de los manuales de protección radiológica”.
"Desayuno, almuerzo y cena. Nos proporcionaban alimentos hasta que enfermábamos", lamenta Wayne Hugart, de 74 años, que era uno de los oficiales de la policía militar enviado a Palomares. "No paraban de decir que no había nada malo en ellos".
En total, la Fuerza Aérea cortó 600 acres de cultivos y horadaron la tierra contaminada. Las tropas recogieron 5.300 barriles de suelo de las zonas más radiactivas, cerca de los cráteres, y se cargaban los barriles en los barcos para ser enterrados en un lugar de almacenamiento de residuos nucleares en Carolina del Sur.
Las autoridades españolas y estadounidenses aseguraron a los aldeanos que no tenían nada que temer. Los habitantes del pueblo, acostumbrados a vivir en una dictadura, apenas protestaron. "Incluso si algunas personas hubieran querido saber más, Franco era el gobernante, por lo que todo el mundo estaba demasiado asustado para preguntar cualquier cosa", cuenta Antonio Latorre, un vecino que ahora tiene 78 años.
Para garantizar a los palomareños que sus hogares eran seguros, la Fuerza Aérea envió jóvenes aviadores a las casas con detectores de radiación. Peter M. Ricard, un cocinero de 20 años de edad, sin ninguna formación y carente de una mínima experiencia en la medición de radioactividad, recuerda que le ordenaron realizar mediciones de cualquier cosa que le pidieran los vecinos, pero debía mantener el detector apagado. "Estábamos allí para fingir lecturas y evitar así disturbios", dijo en una entrevista. "A menudo pienso en eso ahora. Yo no era demasiado espabilado entonces. Me decían que había que hacerlo y yo respondía: ‘Sí, señor’".
PRUEBAS DE ORINA
Durante la limpieza, un equipo médico reunió más de 1.500 muestras de orina de los grupos de limpieza para calcular la cantidad de plutonio que estaban absorbiendo. Cuanto mayor fuese el nivel de plutonio en las muestras, mayor sería el riesgo para la salud.
Los resultados de los análisis siguen siendo, quizás, el mejor argumento para el gobierno sobre lo bien que se realizó la limpieza. Muestran que aproximadamente 10 hombres absorbieron más plutonio de la dosis considerada segura, y que los restantes 1.500 soldados desplazados no sufrió ningún daño. La Fuerza Aérea se basa hoy en estos resultados para garantizar que no hubo consecuencias por la radiación. Pero quienes se sometieron a las pruebas replican que los resultados son profundamente defectuosos y de poca utilidad para determinar el peligro al que fueron expuestos.
"¿Seguimos el protocolo? Claro que no. No tuvimos ni el tiempo ni el equipo", destaca Victor B. Skaar, de 79 años, que trabajó en el equipo de analistas. La fórmula para determinar el nivel de contaminación requiere la recogida de orina durante 12 horas seguidas, pero Victor B. Skaar reconoce que sólo era capaz de obtener una única muestra de muchos hombres. Y otros, añadió, nunca fueron examinados.
Skaar envió muestras al jefe de los ensayos de radiación, el Dr. Lawrence T. Odland, quien observó resultados alarmantes. Odland decidió entonces que los niveles extremos de plutonio detectados en las personas no indicaban una verdadera amenaza para la salud, porque estaban causados por el plutonio suelto en el campo que sólo contaminó las manos de los hombres y su ropa. Descartó, en definitiva, unas 1.000 muestras -67 por ciento de los resultados- incluyendo todas las efectuadas los primeros días tras el accidente, cuando la exposición era probablemente más alta.
Ahora, con 94 años de edad y viviendo en una casa laberíntica de estilo victoriano en Hillsboro, Ohio, donde una foto de Groenlandia cuelga en su sala, el Dr. Odland cuestiona aquella decisión. "No teníamos manera de saber qué provenía del ambiente contaminado y qué de la inhalación", expone. "¿Era el fin del mundo o iba todo bien? Eso era lo que yo tenía que decidir".
Odland expresó que nunca obtuvo resultados precisos en cientos de hombres que podían haber sido contaminados. Además, pronto se dio cuenta de que el plutonio alojado en los pulmones no se podía detectar en la orina, y aquellos soldados que daban resultados limpios podían estar contaminados.
"Es triste, se lo aseguro, es triste -lamenta Odland-, pero ¿qué se puede hacer? No se puede quitar el plutonio; usted no puede curar el cáncer. Todo lo que se puede hacer es inclinar la cabeza y decir lo siento".
Continuará.